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El sacrificio de ser maestro etnoeducador

                                        

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Por Abel Medina Sierra

Varios años de presencia acompañando comunidades educativas en asentamientos indígenas rurales, me llevan a estas reflexiones sobre las condiciones, a veces indignantes, con las que tienen que lidiar los docentes que trabajan en este contexto. Pareciera que aún existen niveles entre los tipos de vinculación de los docentes al servicio del Estado; como sucedía hasta los años 90, cuando la distinción entre maestros nacionales, nacionalizados, departamentales y municipales era abismal y con condiciones que se iban degradando desde los asumidos por la nación hasta los locales: para un ejemplo, a los primero les pagaban su mesada a más tardar los 29 de cada mes, mientras los municipales a duras penas recibían pagos acumulados dos o tres veces al año.

Por mucho tiempo, los docentes que se vinculaban en La Guajira para atender la población escolar en los territorios étnicos, en su mayoría no contaba con nombramiento en propiedad. Eran contratados por una Unión Temporal (UT) de las costillas del alcalde de turno. Las condiciones eran impuestas de una manera en que al docente se le pagaba por día trabajado, no tenía el derecho de asociarse sindicalmente, se les exigía al máximo evidencias para tramitar un pago que se daba, cuando mucho, tres veces al año. El docente debía trabajar desde inicio hasta el fin del calendario académico, pero la UT solo le liquidada desde marzo hasta noviembre.

Eso no ha cambiado para muchos docentes pues, aunque hoy la mayoría de estos docentes cuentan con nombramiento en propiedad, por necesidades del servicio, se ha debido completar la planta con docentes “contratados” que siguen padeciendo la misma precariedad de condiciones laborales. Su sacrificio choca contra la veleidad, los pocos canales de comunicación y la práctica “vampiresca” de las UT quienes hacen malabares para hacer rendir los recursos entre “peajes” a los alcaldes, tesoreros, funcionarios de contratación, autoridades tradicionales, sus propias ganancias y lo que queda: tomarlo para la canasta educativa y pagar a los docentes.  

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En el año 2017, luego de una dilatada y ardua lucha de las comunidades indígenas y una tutela instaurada por la organización indígena Patajatamana para que se implementara el decreto 805 de 1995 por el cual se reglamenta la atención educativa para grupos étnicos,se dio vía libre a los nombramientos de docentes llamados “étnicos” o “etnoeducadores” en La Guajira (aunque también cobija a maestros no indígenas que trabajan en escuelas étnicas). Eso generó una ventajosa ruptura con promesas de redención para un sector docente oprimido, precarizado y tratado con inequidad por los entes territoriales. Con el aval de las autoridades territoriales, en La Guajira se nombraron cientos de docentes que comenzaron a gozar del privilegio de la sostenibilidad, el nombramiento en propiedad, acceso al régimen especial de salud como los demás docentes estatales y pago puntual. El supuesto alivio esperado. 

Pero la sinfonía de buenas nuevas, con el tiempo revelaron sus bemoles. Solo el año anterior, con el decreto 1345 y tras un largo cabildeo entre la Comisión de trabajo y concertación de la educación de los pueblos indígenas (Contcepi) y la Mesa permanente de concertación con los pueblos y organizaciones indígenas (MPC), los docentes con nombramiento étnico de país desde el 2017, lograron que el Estado promulgara la normatividad para otorgarles un régimen laboral de carrera docente y un sistema transitorio de equivalencias. Lo anterior, ya que había un limbo que no los asimilaba al del decreto 2277 (docentes antiguos) ni al 1278 (docentes más recientes). Lo anterior implicaba que, eran hasta ahora los únicos docentes (o “dinamizadores” como les denomina la nueva norma), sin derecho de carrera ni un sistema de ascensos en el escalafón. A esto se suma que, los docentes rurales indígenas son los que menos oportunidades, posibilidades (y a veces voluntades) tiene para la cualificación y formación (muchos son apenas normalistas o bachilleres, muy pocos con posgrado).

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Con el 1345, los etnoeducadores ya gozan de mayores garantías, también los sabedores que les sirven de apoyo. Se les reconoce sus años de experiencia, su producción, formación e investigación. También se dignifica su salario y su escalafón no depende de un concurso que se volvió una carrera de obstáculos en la que pocos llegan a la meta de un ascenso como los docentes del régimen 1278.     

Estos docentes tuvieron que enfrentarse, incluso, a las organizaciones sindicales docentes como Asodegua y el mismo Fecode los que no apoyaron sus justas reclamaciones, pero cuando los maestros de escuelas indígenas se organizaron al Mesa de concertación permanente de etnoeducadores de Colombia (Mecopec), hasta amenazaron con presionar al presidente para que no firmara el decreto 1345 dizque porque estaban fomentando un paralelismo sindical. Los ataques a los líderes de esta causa en La Guajira, fue brutal y desmedida.

Por otra parte, la tortura para el docente “étnico” vino, a veces, de su propio jefe natural o pariente: la autoridad tradicional. La brega ha sido dura para sostener la permanencia de su nombramiento, pues las autoridades tradicionales han luchado legal y hasta hostilmente para tumbar la estabilidad de algunos docentes que no se someten a sus condicioñnes o salen de su reino de afectos. La amenaza se ha hecho recurrente en muchos casos, ante el interés de la autoridad por darle trabajo a alguien más cercano.

No solo se trata de esta presión. Se han conocido muchos casos en los que, al día siguiente del pago a los docentes, pasa la autoridad que los avaló con el sombrero a “recoger lo mío”. El docente étnico es el único al que, si llega a una comunidad donde no hay aula, le toca construirla con recursos de su bolsillo. El que cada vez que haya que hacer una adecuación o intervención en la escuela le toca restarle a su precario salario ante la presión de la autoridad tradicional. Si hay alguna campaña, jornada lúdico recreativa, reunión con padres de familia, están obligados a asumir los costos.

Las obligaciones no solo son con las autoridades de su comunidad. También con los estudiantes.  Conozco una comunidad de la zona rural de Maicao, donde muy pocos padres compran los útiles a sus hijos. Son los “profes” los que deben dotar de lápices, cuadernos, borradores o sacapuntas a sus estudiantes cuando no les llega la ayuda de alguna organización externa. Se presenta una modalidad de chantaje por parte de muchos padres bajo la siguiente lógica perversa: si el docente tiene su trabajo y sus honorarios por contar con sus hijos dentro de la cobertura, entonces el docente está obligado a proveerle a su hijo lo que el padre no puede.

El docente rural cada año tiene una gran incertidumbre: su estabilidad está garantizada si tiene cierto número de estudiantes como cobertura mínima. Es ahí cuando los padres se aprovechan del docente. Conozco casos en que algunos padres le exigen al docente que le pague los repuestos y honorarios mecánicos de su moto porque con ella transporta los niños “que le dan de comer”. Son muchos los docentes que tienen que recoger a parte de sus estudiantes en las motos, carros o bicicletas en las que se trasladan a su lugar de trabajo. A veces como manera de colaborar con sus estudiantes, en otras presionados y como requisito para que los padres matriculen a sus hijos en esa escuela y así aportar a la cobertura.

El docente rural tiene que “hacer una vaca” para pagar el transporte cuando el ente territorial no garantiza el desplazamiento de los niños a la escuela (lo que sucede con mucha frecuencia). También es el docente que más debe estar atento al cuidado de sus estudiantes dentro y fuera del aula. Si algún estudiante se lesiona por un accidente en la escuela, es el docente el que debe reparar en efectivo o especie el daño provocado ante la familia. El salario del docente, en suma, es de los más recortados por otros intereses que se aprovechan de la necesidad de trabajo de estos laboriosos maestros.  

El docente rural no tiene excusas para asistir a su lugar de trabajo pese a ser, por lo general de difícil acceso. En tiempos de invierno, circulan las fotografías de los docentes rurales atravesando caudalosos y peligrosos arroyos, saltando charcos, resbalando barriales, evitando serpientes. Eso hace parte del día a día, “gajes del oficio” como dirían otros.  Cuando llegan a la escuela, tienen que someterse al horario que los padres imponen: los niños van a la escuela cuando terminan los oficios domésticos en casa. De allí que, los estudiantes de estas escuelas cuando mucho, solo reciben cuatro horas efectivas de clase frente a la seis de los de zona rural: una de las razones de la asimetría y las brechas educativas. 

Las condiciones básicas en las que trabajan son precarias. Sin energía eléctrica ni conectividad, ausencia de bibliotecas y de material didáctico, a duras penas algunas en pocas sedes llegan los textos del programa Todos a aprender. He visitado sedes sin recursos físicos: sin tablero, ni siquiera un aula (laboran bajo la sombra generosa de un árbol, un polisombra).  Es decir, es el docente que menos recursos de mediación tiene a su disposición, lo que lo obliga a ser o muy creativo, o muy resignado. 

Si algún maestro amerita un reconocimiento, solidaridad y exaltación son estos cumplidores del apostolado de la enseñanza. El sistema educativo poco privilegia a quienes trabajan en las peores condiciones, ya es tiempo de redimir una tarea a veces invisible, pero de alta incidencia en el territorio. Ser docente rural en escuelas indígenas es un sacrificio mayúsculo, con retos abrumadores y a veces desestimulantes. Mi respeto y admiración para ellos.

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