Por Vizo Arcieri.
A Rubén Blades, aunque nunca lo lea.
Llegó al final de la calle y se sentó en las raíces de dinosaurio en reposo del árbol de roble centenario. La sombra prodigiosa le vino bien a su piel cocinada por el sol impenitente de diciembre. Se sacó el morral raído y desteñido de la espalda y lo puso a su lado. Observó sigilosamente su alrededor. Entonces, sacó del morral de su hermana de tres años, las medias sucias y los zapatos de lona y se los calzó. Había llegado en chancletas de plástico, que guardó, al quitárselas, en el morral. Volvió a mirar a todos lados y se dio cuenta de que el último habitante del sector daba la vuelta por la esquina sin percatarse de su presencia. Se incorporó y se llevó en la mano izquierda el morral de kínder y entró con determinación al negocio de venta de carros, que tenía la puerta abierta. A los 15 minutos sus piernas largas y delgadas, casi en huesos, corrían presurosas, tratando de atravesar la calle, pero solo pudieron alcanzar la mitad del trayecto. Dos balazos por la espalda se lo impidieron. Uno le atravesó el pulmón y el otro, le perforó el costillar posterior y le partió en dos el corazón, desde atrás. Cayó de bruces, sin intentar levantarse en busca de su salvación. Se oyó un golpe seco y no se movió más.
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Debajo de su cuerpo largo y delgado, como el pistilo de una cayena, brotó una rosa de sangre espesa que se dibujó en el pavimento y se coaguló en minutos. Al poco tiempo él era un hilo humano, inerme, tirado en una lámina gris de cemento, al lado de unos pétalos perfectos de sangre, en medio de un cuadrado de cinta amarilla y negra que decía: ‘no pasar’. Después de los disparos llegaron los reporteros de los diarios y la televisión. Cruzaron la cinta amarilla con ansiedad y le tomaron fotos e imágenes. Un hombre de blanco de la Fiscalía, vestido como los astronautas, después de tomarle huellas dactilares y retratarlo, le dio vuelta al cuerpo.
-Era Humberto.
Había salido a las 7 de la mañana después de revisar la cocina enredada y de haber raspado el caldero de arroz pegado, del que habían pasado con agua desde hace siete días en su casa. Lo tapó con desaliento y salió. Antes, su madre lo vio desde la cama, aturdida por los rezagos del alcohol barato de la noche anterior, y con su mano derecha, medio levantada, le hizo la cruz de la bendición cuando él estaba de espaldas y, a duras penas, pudo decirle, sin que oyera: “Ve con Dios, hijo”. A las 10:47 de la mañana, las vecinas llegaron pálidas para anunciarle a la mujer la mala nueva de que su hijo Humberto era noticia en la radio.
Diciembre 29 del 2020
En los tiempos del fin del mundo.
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