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El mar cimarrón de Juan Barros Sierra

Por Limedis Castillo Mendoza – Poeta, narrador y cronista.

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Mientras me regala su libro autografiado, el economista Juan Barros Sierra mira hacia el horizonte, cree sentir ese olor a mar, un mar puro, mar que sabe a sal y desierto. Leo la dedicatoria del libro que me entrega: “Para el profesor Limedis Castillo Mendoza: con la esperanza de que esta modesta investigación aporte un grano de mostaza a su vasta experiencia”.

Me doy cuenta que el maestro Juan Barros tiene una letra impecable.

–Parece una letra de orfebrería, pienso.

Barros Sierra, pide que me siente y adecua una silla plástica para que me acomode. Miro mi reloj y observo que son las 5:30 p.m. Le hago caso, me siento casi a su lado, desde allí también percibo ese olor a mar que traen los vientos del nordeste, pero para mí es un olor a mar que está acompañado con la sangre y la boñiga de vacas.

–El matadero Distrital está cerca –me dijo.

Nos encontramos en el barrio José Antonio Galán del distrito turístico y cultural de Riohacha, un barrio que colinda con el mar Caribe. Al frente de su casa todavía hay una ranchería de wayuu apalaanshi (pescadores) desde la terraza escucho el barullo del wayunaiki en la preparación de la cena.

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Barros Sierra repasa con inmenso placer la historia de su vida laboral. Afirma que nació en la capital indígena de Colombia (Uribia), un 18 de diciembre de 1949. Sonríe y continúa con su historia de vida. Yo hago el ademán de que le sigo en lo que me dice y leo la solapa del libro Los Pecados de la Sal, publicado por el Fondo Mixto para la promoción de la Cultura y las Artes de La Guajira.

–Es un texto bien editado – me dice.
Y prosigue.

–Cuenta con una diagramación hecha por Jesús David Berdugo Siosi y un trabajo fotográfico realizado por Sol Herrera Fernández, además el prólogo me lo hace Elimines Bruges Guerra desde Madrid, España, elogia mi obra.

Y es cierto la lluvia de halagos del prologuista que finalmente remata preguntándonos a todos: “El libro debe llevarnos a la reflexión: ¿qué hemos hecho tan mal para que nuestro capital social no de visos de existencia?”.

Por mi parte quiero escribir una crónica bien lograda al estilo coloquial pero sublime y excelsa como lo hace Alberto Salcedo Ramos, con la dimensión literaria y poética que tiene el cronista Paul Brito, la astucia literaria de John Better y desear que fluya la crónica con esa mirada extraña y profética que tienen el cronista Cristian Valencia.

Le explico que leí un texto de María M. Aguilera Díaz sobre las Salinas de Manaure: Tradición Wayuu y Modernización, un documento de trabajo sobre economía Regional del prestigioso Centro de Estudios del Banco de la República, también había leído el libro “Los apalaanshi: una visión de pesca entre los Wayuu” de Weildler Guerra Curvelo donde afirma:

“La estación Jouktai, o del viento corresponde a los meses de junio, julio y agosto. El viento marchita la vegetación y deseca los playones, enturbia las praderas marinas y afecta la navegación en mar abierto. La sequía provoca la migración de los pastores hacia zonas menos áridas, en tanto que los playeros se dedican a la extracción de sal en los secos y arenosos estuarios. La explotación de la sal es realizada tanto por los miembros de comunidades de pescadores, como por grupos de pastores cercanos a la franja costera menos reticentes a las labores de playa.”

Sigo con el libro en las manos y mientras él hace una pausa y luego comenta:

–Mi mujer, Meridth Pabón Amaya, está en un velorio, no pudo acompañarnos.

Yo asentí con la cabeza y leo la reseña del autor Juan Barros Sierra:

“Sus estudios primarios lo realiza en Maicao, mientras que la educación media la desarrolla en Riohacha en el glorioso Liceo Nacional Padilla”.

Afirma el maestro Barros Sierra que culminados sus estudios de bachiller académico en 1969 y que posteriormente laboró como docente en la misma institución educativa Liceo Almirante Padilla hasta el año 1978. Asegura que se fue para Bogotá a buscar otros mundos y echar suerte. Y sí que la echó puesto que logró vincularse más que por suerte que otra cosa a la empresa IFI Concesión Salinas a partir del 12 de mayo de 1979. Luego realiza estudios superiores en la Universidad Central de Colombia y se gradúa como economista en 1989.

Cuenta o nos narra en la presentación del libro: Los pecados de la sal, que la empresa IFI lo premió asignándole la secretaría del Centro de Producción de Sal de Galerazamba del departamento de Bolívar en el año 1991, desde 1992 hasta 1994 ocupó el cargo de administrador de dicho centro de producción de sal. En 1994 hasta en 2002 administra las Salinas de Manaure en La Guajira. Finalmente se vincula a la empresa Sama (Salinas Marítimas de Manaure LTDA) donde permaneció como gerente hasta septiembre del 2014.

–Después de que me pensioné me vine a vivir aquí, en Riohacha muy cerca del mar y dedicarme a la literatura: pertenezco al taller de escritura Relata dirigida por el escritor y poeta Víctor Bravo Mendoza. Le hice una crónica a Uribia mi ciudad natal y la publicaré en los libros de Relata Nacional. –Asevera.

Juan Barros Sierra se levanta de la silla y busca afanosamente una hoja en blanco y un lápiz. Me pide que lo espere, busca en unas gavetas de un mueble un lápiz. Se sienta a mi lado y sobre la mesa blanca comienza a escribir y a dibujar, con su voz de maestro, me explica cómo funcionan las salinas de Manaure:

–Estas condiciones geográficas permitían que al subir la marea, el oleaje superara la barrera natural e inundara las planadas adyacentes. Al retornar la normalidad en la marea, las aguas desbordadas no podían regresar al mar por la diferencia de nivel, como consecuencia se formaron la ciénagas de Musichi o San Agustín y la de Pulumana, que son relevantes por constituirse en refugio de importantes especies de aves residentes o migratorias, gracias a sus aguas estuarianas, compuestas por las corrientes de los arroyos Limón y Musichi y el agua del mar, vertidas por las altas mareas que llevan consigo toda suerte de seres de vida submarina: camarones, ostras, jaibas, cangrejos y alevines de varias clases de peces, como el lebranche, el macabí y otros.

Yo sigo atónito ante su vasto conocimiento sobre la sal. Trato de recitarle un texto de Zalamea Borda de su novela “Cuatro años a bordo de mí mismo”; el texto lo traigo a propósito de nuestro encuentro y le leo:

“Y lo único que perdura en Manaure, puerto de sal, de sol y de velas, la blancura, la blancura fatigosa, a blancura opaca y salina, ahora cristalizada, esa marisma que bordean los nopales, para copiar su verde eterno en la blancura efímera de los cristales regulares. Desde la playa arenosa, que las escasas lluvias han trabajado, formando hondonadas y caminillos negros, hasta la pila de sal que oculta el horizonte con su masa, hay unos pocos metros de distancia. Allí es todo sal y arena…”.

–Yo he leído la novela “Cuatro años a bordo de mí mismo” de Eduardo Zalamea Borda, también toda la literatura de Gabriel García Márquez, especialmente “Cien años de soledad y El relato de un náufrago”.

–Yo también fui un náufrago –afirma.

Intervengo y le asevero que la Hermana Josefina Zúñiga Deluque, religiosa Terciaria Capuchina escribió una novela llamada “Sol y sal”. Aprovechando que estamos hablando de literatura le obsequio un libro de poemas: Plegaria de Ulises que publiqué en el 2015 me pide que le lea un poema, quiere hacer caso omiso, pero soy su invitado y leo:

“Frente al mar cimarrón: En la Guajira un sol tropical se revienta entre los mangos/ Un cielo gris sale a mi encuentro/ Es un domingo inútil, me digo…/ Y una jauría de olores me acorrala/ El olor tenue y apócrifo del mar cimarrón/ El olor a mangle y a pájaros de luz/ El olor a pólvora y lluvia /Para persuadirme me tomo una aromática/ Observo las palmera doradas por el primitivo/ Trato entonces de percibir el olor a toronjil y yerbabuena”.

–Yo también escribo poesía –afirma.

Se pone de pie nuevamente y se va a buscar un poema entre sus cosas personales en un escritorio inmenso. Habla solo, no logro entender que me dice. Luego alza la voz y afirma que su mujer todo lo guarda, casi como si escondiera las cosas. Viene con un poema en una hoja suelta con si trajera un conejo blanco y barbudo y desea leérmelo, yo preparo la grabadora del teléfono celular para grabar su voz ronca como el mar:

“Ilusiones perdidas/ Al cruzar una esquina la vi venir, de detuve para observar cual era/ Caminaba como flotando/ Miraba sin ver un punto imaginario donde esperaba llegar en busca, tal vez, / De sus pérdidas ilusiones/ La veo muy cerca de mi/ su cuerpo esbelto, delgado en demasía, camina rítmicamente, simulando el vaivén de las palmeras al son del rumor del mar/ Camina, camina y camina hasta que de su cuerpo solo puede ver una vaga y diminuta silueta que pronto devorará el horizonte/ Ese que en algún lugar de la inmensidad guarda celosamente, no solo mis perdidas utopías, sino también mis trasnochadas esperanzas, las cuales no estoy dispuesto a perder ni aún en el último latido de mi veterano corazón”.

Yo trato de quedarme atrás con las lecturas y le alego que he investigado por mi cuenta sobre crónicas de la sal. Le aseguro que el cronista Camilo Alzate en el periódico Universocentro.com en la edición número 90 publicó una crónica la cual título: Salinas y esto dice de la sal:

“Sobre las playas de Manaure y Sorshimana quedan los vestigios de las maquinarias podridas de óxido, comidas por la brisa marina, y unos edificios ruinosos. Quedan también centenares de familias que continúan cosechando los terrones blancos con barretones y carretas, como han hecho siempre. La suya es la historia del colonialismo y el despojo, el clásico drama de la modernidad. Pero también es la historia del arraigo orgulloso de un pueblo, cuyas abuelas siguen narrando en las rancherías del desierto la leyenda tan antigua: Maleywa hizo el mar y la tierra. Y donde se juntaron se formó la sal. Y puso a los wayúu para cosecharla”.

Son la 6:30 p.m. El tiempo pasa volando como un pájaro marino y el bochorno del clima hace su agosto conmigo, ese calor de la tarde no ha menguado, el maestro Juan Barros Sierra se da cuenta del calor que está haciendo se pone de pie y trae un abanico Samurai y lo instala cerca de la mesa donde nos encontramos.

–Yo tengo una historia que narrar me dice, es la historia de mi naufragio.

Le digo que me cuente lo vivido con una pretensión de salvar la crónica de mi punto de vista y de mi subjetividad. Y el maestro Juan Barros Sierra empieza:

“Yo había comprado un barco parguero con mi liquidación de IFI concesión salinas. Cualquier día aprovechando el cumpleaños de la señora Luz Marina García, quien trabajaba como funcionaria de IFI para esa época; decidimos darle una sorpresa dándole unos pescados para organizar la fiesta de cumpleaños. Con unos compañeros de trabajo como son Néstor Ortega Blanco, que era ingeniero de producción, con Ángel Bermúdez, el mecánico Ramos, el wayuu Hernán Epiayú, que era un veterano de la pesca. Total éramos ocho marineros que nos aventuramos a salir a las 7:00 a.m. del puerto de Manaure, un día viernes, festivo, salimos. Llevábamos veinte sándwich con jamón y queso, diez Coca-Colas tamaño personal y veinte bolsas de agua de un litro, además un tanque de combustible de vehículo, porque el tanque del barco apenas lo estaba construyendo y no me lo habían terminado. Adicionalmente llevamos 4 pimpinas de Acpm y nos fuimos. Llevamos el palangre de aproximadamente 250 anzuelos. Todo marchaba bien cuando dimos la vuelta para recoger el palangre, le cuento que eso fue una cosa impresionante subíamos bacalao, mero, pargo, picúa. Bueno, pero de pronto el motor del barco se apagó, porque se había acabado el tanque de Acpm que le había adaptado, cuando quisimos ponerlo en marcha nuevamente, nos damos cuenta que la batería no tenía carga, no había como arrancar el motor del barco.

Los tripulantes se pusieron nerviosos, pero la experiencia de Ortega y Ramos calmaron los ánimos; llegó la noche del viernes y nosotros en altamar a quince millas de Manaure. Había racionalizado al máximo el agua que llevamos. Pero lo más duro de esta experiencia es que en un momento dado yo quise llevar hacia el cuarto de máquina una pimpina de Acpm para echarle al tanque, para que cuando alguien nos auxiliara con una batería, bueno me imaginaba yo, allá afuera a quince millas nosotros pudiéramos tener el motor listo y habilitado para arrancar. En el momento en que yo comienzo la operación. El mar estaba supremamente picado y bravuconeaba por todos los lados, el barco escoraba hacia ambos costados de una forma impresionante, parecía que fuera un pedacito de papel en medio de un huracán se movía en forma portentosa. Yo intente pasar entre la caseta del puente y la borda llevando la pimpina, pero me solté del techo para pasar la pimpina de un lado hacia el otro porque estaba el pasillo muy estrecho y en ese momento me sorprendió el giro que dio el barco hacia un costado y me tiró al agua.

Le cuento realmente que allí comprobé yo que saber nadar ante la inmensidad del mar “no sirve de nada”. Tiré el brazo izquierdo tratando de nadar hacia el barco donde mis compañeros estaban gritándome pero una ola colosal me dio una voltereta completa. Nunca he querido encontrar explicación alguna, pero la verdad es que no la tiene, me lo guardo en el corazón, como una ayuda del Todopoderoso, porque no consideró que era mi momento. En la vida jamás había tenido una experiencia igual, nada relacionado con tener la vida en peligro.

El mar me sumergió como un muñeco de hierro y yo me dejé ir hacia abajo, no sé por qué pero de pronto me detuve, desde allí vi la sombra del casco, el barco completo desde abajo como una sombra larga, luego eché hacia arriba con todo el oxígeno que me quedaba en los pulmones, con todo y salí al lado del barco que escoraba hacia ese lado y tuve energía para levantar el brazo derecho y agarré a un baluarte del puente.

Allí me agarré y el barco me metía y me sacaba del agua, yo no podía hablar, yo no podía gritar, no podía moverme y todos los compañeros estaban buscándome del otro lado del barco, porque me había caído del otro lado. Entonces de pronto Ángel Bermúdez no sé por qué encrucijadas del destino se vino para este lado y me vio, pero no podía hablarle, no podía decirle aquí estoy, ni nada, estaba cansado, entonces, Ángel me amarró con un soga por la pierna izquierda y me subió a cubierta. Ese día me salvé del mar cimarrón.

Posteriormente, encontramos un cayuco de un pescador de Manaure abajo. Se llama Agustín, ahora no me acuerdo de clan, pero fue ese el indígena wayuu que nos auxilió. Nosotros nos subimos al puente del barco y hasta el techo del barco fuimos a dar y le gritábamos y ondeamos las camisas hasta que el tipo nos vio y se encamino hacia nosotros.

Me dijo Agustín: – Allá todo el pueblo está revuelto porque están diciendo que ustedes se ahogaron. El mudo Lozada los ha buscado durante dos días no ha podido encontrarlos y nada. Agustín accedió a ayudarnos pero nos dijo que lo dejaran primero revisar sus chinchorros langosteros que tenía allí adelante y de regreso nos ayudaba.

–Yo le dije: –No señor, cual chinchorro ni que carajo, vallase para Manaure con Ángel Bermúdez y van a la sede de la empresa de salinas y me traen de bodega una batería nueva de 12 voltios y yo le pago a usted lo que valga el viaje.

–Cómo cree usted que voy a esperar si llevo tres días de intemperie, atiborrado de hambre y de sed.

Ya había un compañero que se estaba dislocando, decía que él estaba enfermo, que tenía fiebre, que él no quería morir, otro gritaba: “yo porque me vine para acá”, era como una especie de pequeño motín. En todo caso Ángel se vino con Agustín y con un sobrino mío y no trajo cuanta vaina de comida, de toda clase, hasta ron nos trajo, café caliente y bien hecho. Yo me tomé un tinto de café. A mí toda la vida me ha gustado el café. Puse la batería de 12 voltios, prendí mi barco y en mí mismo barco llegué a Manaure.
Me acuerdo mucho de las palabras del alcalde de ese entonces que era el señor Fulvio Daza que en paz descanse.

–Mire lo que hace usted, me tiene este pueblo revuelto, toda la gente está aquí embolatada y pendiente del naufragio.

Yo digo finamente uno tiene que respetar mucho al mar, es necesario tomar todas las medidas de prevención para no cometer errores. Ahora le digo profesor Castillo Mendoza, que yo viendo que el barco parguero no tenía salida para trabajar se lo vendí al señor José María Vanegas que en paz descanse. Un día el barco se le soltó de donde estaba fondeando y se vino para la playa y se le destrozó todo. Ese fue el final de Juanilore. Así se llamaba el barco por que tenía el nombre de dos hijas mellizas que tenía Juanita y Lorena, así fue matriculado el Juanilore que finalmente naufragó y no logró salvarse del mar cimarrón.

–En una crónica hay, que dejar fluir la historia sin inmiscuirse para no contaminar el texto. –Me digo a mi mismo como aprendiz de mago de las palabras.

Me despido del maestro Juan Barros Sierra con la corazonada de que nos volveremos a encontrar en los eventos culturales y literarios, en el mundo de las letras. Ahora que está pensionado le cogió el gusto por la palabra escrita y desea hacerla vida en los libros.

Salgo tranquilo de su casa, casi feliz. Percibo nuevamente ese olor a mar que traen los vientos del nordeste. El olor se pone más limpio como a flores marinas. En la ranchería de los apalaanshi deben estar cenando, el olor a pargo rojo o jurel guisado sube hasta el cielo, hasta donde está Dios, escucho nuevamente la algarabía del wayunaiki. –Ese debe ser el idioma de la sal –me digo.

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