El cura que levitaba

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Por Weildler Guerra Curvelo.

Hay personajes cuya singular trayectoria vital nos parece predestinada para formar parte del argumento de una novela. Estos seres inspiran personajes en las grandes obras de la literatura como es el caso del padre Nicanor Reyna: el cura que levitaba en Cien años de Soledad después de haberse tomado una taza de chocolate. Uno de esos seres es monseñor Pedro Antonio Espejo Daza, cuyo nombre designa hoy una emblemática avenida de Aracataca.

Esta figura religiosa nació en Riohacha en 1854 y su padre, de ascendencia española, era Fernando Espejo Cominuaga. Su progenitora fue la dama criolla Eulalia Daza. Pedro Espejo se decidió por la vida sacerdotal y para su ceremonia de ordenación se engalanó la Catedral de Riohacha con tan bellos ornamentos que no ha tenido comparación en varios siglos. Sin embargo, el irregular desarrollo de unas elecciones presidenciales a principios de siglo cambiaría el curso de su vida y su carrera eclesiástica.

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En esa ocasión, dos de febrero de 1904, en que se enfrentaban el boyacense Rafael Reyes y el cartagenero Joaquín Vélez se cometió un fraude que permitió la elección del primero como presidente.  El Padre Espejo, a la sazón párroco de Riohacha, alegó que no se habían realizado elecciones ese día por encontrarse la población en las festividades de Nuestra Señora de los Remedios. Esa declaración le hizo ganar la hostilidad de los partidarios de Reyes, quienes no descansaron hasta alejarlo de su ciudad natal. Antes de tomar la goleta que lo trasladaría a Santa Marta, el padre Espejo se dirigió a sus coterráneos dando explicación del manejo escrupuloso de lo aportado por sus feligreses: los magníficos altares del templo traídos de Italia, el mercado que construyó a los indígenas y otras obras de caridad. Sus palabras finales fueron: “Riohacheros, olvidaos de la política que es vicio y gangrena de los pueblos y dedicaos al trabajo honrado. ¿Nos volveremos a ver? Sí, en el cielo”.

Muchos años después cuando ejercía su apostolado en Santa Marta recorría los pueblos de la zona bananera como Aracataca y se alojaba en las casas de sus coterráneos riohacheros como el coronel Nicolas Márquez y su esposa Tranquilina Iguarán, los abuelos de Gabo, que lo consideraban una especie de santo. Fue él quien propició el matrimonio entre Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez, padres del escritor, el 11 de junio de 1926 en la catedral de Santa Marta. Lo hizo convencido de que no había poder humano capaz de derrotar aquel amor empedernido. Gabo afirma que “algunos acudían a sus misas solo para comprobar si era cierto que se alzaba varios centímetros sobre el nivel del suelo en el momento de la elevación”.

Monseñor Pedro Espejo Daza, quien jamás pudo ser obispo, murió en Santa Marta en 1934. Sus admonitorias palabras de despedida fueron tergiversadas y presentadas por los políticos, aun después de su muerte, como una maldición que cayó sobre la ciudad. La hábil estratagema de los poderosos ha servido hasta hoy para convencer a los ciudadanos de Riohacha de que la culpa de todos sus males la tiene un santo.

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