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Domingo, 12:26

Por Vizo Arcieri.

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A las 12:26 de la tarde, el domingo tenía el mismo marasmo de un viernes santo, antes de la lluvia de siempre, que, decía mi abuela Carlota, eran lágrimas vivas del dolor de los clavos de Jesús, El Galileo, en el Gólgota.

Los pájaros, que salieron a tomar, alegres, un baño de sol al inicio de la mañana, dejaron de cantar con intensidad en los mangles y solo se oía el gorjeo lastimero de los pichones en sus nidos llamando, desesperados, a sus madres, muertos de hambre. Por el cielo quieto volaban, en instantes efímeros, pelícanos aburridos y solitarios, como unos renegados de las alturas, sin destino cierto, divorciados del mar por alguna razón que nadie conoce. Sin embargo, las iguanas verdes, inconmovibles y confundidas en la hierba, los veían pasar con envidia mientras descongelaban los torrentes refrigerados de su corazón de hielo. Iguanas verdes como el pasto y como algunos pericos desordenados que, de vez en cuando, rompían la armonía reinante y armaban motines por los aires despejados, sin que ninguna autoridad le exigiera conducta.

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A las 12:26 empezó a acabarse la alegría del domingo, a menos que estuvieras sentado a esa hora en una piedra, humedeciendo las plantas de los pies con el vaivén de las olas del océano teñido de esmeraldas. Ya venía la tristeza rodando cuesta abajo, sin freno. Como los otros domingos, se aproximaban los minutos sombríos. El sol tenía más combustible en sus reservas, pero sabía que era el día de los poetas y de quienes piden una limosna porque tienen hambre. Por eso impuso el silencio en todo su reino de luz y de fuego. Las calles de la ciudad estaban vacías. Apenas dos enamorados cruzaban un puente sobre la bahía sin barcos, con las manos sudadas, aferradas a su amor sin cuestión. Nadie los veía, eran como unos fantasmas andantes del domingo. Iban de prisa a ninguna parte, antes de que la tristeza los cogiera, al final de la tarde, de un domingo muriendo.

A las 12:26 de la tarde del domingo, a las 12:26, me compadecí, aletargado, de las horas que le esperaban a mi pobre corazón, que llevaba perdido en mi pecho como un espantapájaros entre una siembra vasta y alta de un trigo sin dueño.

Febrero 7 del 2021
En los tiempos del fin del mundo.

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