Confesiones de “un mal jurado” de festivales

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Por Abel Medina Sierra – Investigador cultural.

Varias veces he tenido la oportunidad de servir como jurado en festivales vallenatos de la región, desde el Festival de la Leyenda Vallenata de Valledupar, varias versiones del Festival Cuna de acordeones en Villanueva, El Retorno de Fonseca, Nacional de compositores de San Juan, Francisco El Hombre y otros. Para los melómanos, músicos y analistas de esta música, ser jurado en un festival es un privilegio que a veces se busca con afán. Es un premio a la capacidad de apreciación musical del potencial jurado.

Cierta vez, por solicitud de un amigo, serví como jurado de la modalidad de canción inédita en un emergente festival de barrio de Riohacha. Fui uno de los tres jurados, un repentista y compositor, además, amigo de casi todos los concursantes; el otro, un reconocido gestor cultural. La jornada fue maratónica y para mí, frustrante por el repertorio sometido a nuestra valoración. Existen festivales como este, en los cuales los jurados deben exhibir en una tarjeta su puntuación de cada canción. Lo anterior, tiene la ventaja que no permite manipulación posterior de los resultados y el público puede ser jurado de los jurados. La desventaja es que los concursantes y el público asistente pueden tornarse hostiles con aquel jurado que no coincide con su valoración. Ese fue el caso de este festival.

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Los festivales vallenatos cada día se tornan un escenario donde la falta de creatividad, el formulismo, lugar común y el cliché se instauran por parte de los concursantes con la complicidad de jurados. Este no fue la excepción. Tres canciones parecían la misma con distinta música. Como el festival era de un barrio, a estos autores no se les ocurrió otra cosa que hacer un inventario de los nombres más emblemáticos del sector. Esta es una fórmula que se repite de festival en festival: el compositor recoge unos datos etnográficos del pueblo o barrio: sus habitantes más simbólicos, una costumbre perdida o lugar tradicional y con estos retazos construye la canción. Creen que entre más juglares fallecidos mencionen, se muestren solidarios con la hambruna de los wayuu o los migrantes venezolanos, defiendan la paz y los ríos, ya eso les garantiza ganar. Otros llevan niños como intérpretes para el chantaje emocional al público. Los compositores creen que esta es la única forma de hacer una canción que llaman “costumbrista”, que más que esto son canciones “parroquiales”, domésticas sin ninguna posibilidad de interesar sino al estrecho ámbito del festival, son canciones sin pretensiones más allá de ganar el festival.

Mi puntaje fue bajo con estas canciones. No demoró la hostilidad. Cerca estaban, ya algo alicorados, algunos residentes del barrio. Para ellos no tenía explicación que una canción que les hable del barrio sea tan mal tratada en la puntuación. “¡Ese jurado no sabe!” comenzaron a gritar. Tampoco lo entendían los concursantes, acostumbrados a ganar festivales, siempre con esa infalible fórmula. “Ese jurado no sabe” también repetían. El jurado colega de los concursantes se “curaba en salud” calificando a todas las canciones prácticamente con el mismo buen puntaje. El otro, a veces coincidía conmigo o mediaba entre los dos.

Vienen nuevas canciones. Mientras escuchaba una tras otra, me decepcionaba. Otros autores parten de un principio: si la canción tiene un formato tradicional impresiona al jurado. Escuché puyas y sones, pero no sonaban distinto a cientos que ya conozco. La misma música de puyas y sones que se repiten en los festivales. Quizás son estos los compositores que menos se preocupan por ser creativos, es algo difícil crear una puya o un son que suene original. Al conocer mi puntaje también se pusieron hostiles “ése no sabe de vallenato”. Para ellos, componer una puya o son debe ponerlos en la cima del puntaje, no importa la calidad de los mismos.

Yo buscaba una canción coherente y con algo de elaboración estética, tampoco exigía excelencia. Pero, al fin y al cabo, era un festival y allí se va a escuchar buenas canciones. Algunos que conocían mi oficio de escritor gritaban tras de mí: “es que él como es escritor quiere que los compositores sean poetas”. En realidad, no buscaba un gran poema sino, al menos una canción con fuerza expresiva y algo de naturalidad y no esa artificiosa colección de versos asendereados en que se han convertido las canciones que concursan en festivales.

En realidad, solo dos canciones colmaron mis expectativas, por mucho que sentía presiones e insultos, a lado y lado de mi mesa de jurado, no podía traicionar mi apreciación musical así mis juicios disgustara al público y concursantes. Estos últimos, apelan a estrategias para llevarse el aplauso del público y el jurado quienes, en la mayoría de los casos, se deja llevar por esa presión del público. Yo era un “mal jurado”, no me dejé contagiar por el público, creo que, si la valoración es solo por aplauso, no es tan justo con quienes no son locales y tampoco se debiera usar un jurado sino un aplausómetro. Así como el jurado, el público también se equivoca, éste a veces está conformado por los amigos y barra del concursante, así que no garantiza imparcialidad.

Una de las últimas canciones, la que después me enteré que ganó en la final, también califiqué con bajo puntaje. Lo hice porque ya dos veces, sendos compositores ganaron el Festival de la Leyenda Vallenata diciendo lo mismo que esta canción, solo cambiaba la música. El gesto de sus intérpretes al ver mi tarjeta era de asombro “qué jurado tan malo, podrá saber de otra cosa, pero no de música”. La hostilidad era ya sofocante como el calor, algunos exasperados reclamaban (con razón) la diferencia abismal entre la calificación de un jurado y la mía (en una canción fue de 29 puntos). Los vecinos subían el tono pues yo era un “rosquero” con las canciones que exaltaban al barrio, otros me acusaban de desconocer la música, los concursantes lanzaban improperios y miradas hostiles. Bueno, es natural, nunca he visto un concursante que reconozca que su canción merece baja calificación.

Nunca había esperado con tanta ansiedad que se terminara mi labor como jurado en un concurso. Apresuradamente, entregué las últimas planillas y ni siquiera me despedí. Prácticamente salí huyendo del festival en el primer mototaxi que pasó. Sentía detrás una andanada de miradas y voces iracundas que cuestionaban mis criterios y mi apreciación estética. No sería la única vez, meses después me tocó salir escoltado por la Policía durante el Festival de la Pajará porque la enardecida familia de un compositor, me quería linchar por dar seis puntos de diferencia entre su canción y la del que resultó ganador. Ese día entendí que para ser un buen jurado hay que “seguir la corriente” y renunciar a los principios. Ese día también comprendí porqué soy un “mal jurado”.

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