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El velorio

*Las opiniones expresadas en este espacio son responsabilidad de sus creadores y no reflejan la posición editorial de revistaentornos.com

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Por Marga Lucena Palacio Brugés.

Un grito de dolor lo anunciaba: la muerte visitaba el barrio.

Bastaba asomarse a la puerta de la calle para saber dónde había llegado, pues los vecinos corrían rumbo a la casa del difunto, deseosos de conocer cada detalle.

La noticia se riega como pólvora y la casa se sigue llenando y cuando ya no da abasto, se agranda el lugar, invadiendo el espacio público; de tal manera que en la puerta de la casa del finado se sitúan carpas y sillas que alquila un fulano, muy allegado a la familia, capaz de proveer todo lo pertinente para el velorio: café, cigarrillos, galletas, queso, etc.

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El dolor, manifestado en requiebros, tocan sus picos más altos en dos momentos: cuando el ataúd llega a casa y cuando parte para el funeral. De resto, es un sube y baja de emociones que desciende con el cansancio y se enciende cada vez que un amigo o pariente se hace presente.

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En la casa del velorio no se prende ni un fogón, sólo el del agua hirviendo para el café, pero la comida nunca falta porque las ollas y peroles no paran de desfilar.

La solidaridad se impone y los vecinos y parientes no tan cercanos, se encargan de mantener la cocina muy bien abastecida para alimentar a la familia que, destrozada del dolor, no tienen cabeza y ni hambre para pensar en comer.

Son nueve días con la casa llena y las misas y rezos de rigor, frente a un altarcito, con candil encendido, un crucifijo y un vasito de agua, por si el difunto murió con sed.

Luego la soledad es la compañera del luto de por lo menos un año, hasta que todos se vuelven a reunir en el primer aniversario del sensible fallecimiento, donde se recuerda al difunto con una misa cantada, la casa se vuelve a llenar y se reparte comida especial y hasta recordatorios de santos, en su memoria.

Así crecimos, estas fueron las costumbres que de generación en generación nos acompañaron, pero cuando el dolor se vuelve cotidiano y los muertos son el pan de cada día, ya no hay tiempo a tanta ritualidad y mucho menos cuando una abrupta pandemia nos impone tantos límites y nos ata de pies y manos.

Así las cosas, no nos queda más que apretar los puños y que las lágrimas caigan hasta que los ojos se sequen: ¡que impotencia tan vergaja! Hoy despedimos a las carreras, sin abrazos y sin misas.

Algunos logran una fugaz oración de despedida, en casa o en el cementerio, otros una caravana prudente para acompañar, de lejitos, a la familia. Los celulares reemplazaron los pañuelos, ellos son los destinatarios del dolor y con mensajes abrazamos a los dolientes.

Las funerarias vienen sustituidas por las redes sociales: Facebook e Instagram llevan el primado y es ahí donde se expresan ahora las condolencias y lloramos nuestros muertos, porque las estadísticas dejaron de ser números y ahora tienen el nombre y rostro de tus familiares y amigos.

Dios mío, ¿hasta cuándo?… paciencia y resistencia que no hay mal que dure cien años y ni cuerpo que lo resista.

Ya encontraremos la forma de honrar a los que partieron, de abrazarnos en un gran y único velorio y sacar todo el dolor de las heridas sangrantes que aún no cicatrizan.

Por lo pronto, como sobrevivientes de este holocausto, nuestro deber es cuidarnos y limitar todo aquello que ponga en riesgo nuestra integridad. Que nada ni nadie nos arrebate la fe, el sol volverá a brillar y esto también pasará.

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