Por Abel Medina Sierra – Investigador cultural.*
Días aciagos estos, en los que la zozobra campea libérrima buscando almas asustadas y fugitivas de la pandemia. Días azarosos, en los que los “dados eternos” de los que hablaba el poeta Cesar Vallejo, sortean la cuota de muertos que pone un virus invicto. Mañanas pesarosas en las que nos asalta la pregunta de cuál será próximo conocido que, al final del día, hará parte del obituario. Tiempo infausto en que un contagio que veíamos distante y ajeno, nos revela la cara cuando se lleva al amigo, al vecino o pariente. Es cuando el impacto nos abruma, el mal se quita la anónima careta de abstracción y nos desnuda lo vulnerables que somos; asoman los miedos, abruma la desesperanza y el luto es una tela que comenzamos a tejer día a día.
Son tantos los sobresaltos que hemos vivido los maicaeros en estos días, no hemos asimilado la congoja por la muerte de algún conocido o pariente de este, cuando ya nos asalta un nuevo pesar porque otro amigo se suma a la desgracia que se cierne con saña sobre la tierra del maíz o “El maizal” como traduce el nombre wayuu del Maikou (Maicao). Entre todos, uno me impactó sobremanera, el de mi amigo y contertulio Manuel Palacio Tiller, joya preciada de la maicaeridad.
Una mezcla de dolor y sorpresa se agolparon en mi cuando recibí la noticia, este fatídico 10 de julio. No hacía tres semanas que habíamos tenido una charla virtual, en la que me comentaba sus cuidados durante la cuarentena y su dedicación en este tiempo de confinamiento a pulir tres ensayos que estaban en remojo. El noble maestro ignoraba que, ya la parca lo había marcado, pero él, como ajeno a la longevidad, seguía, admirablemente, entregado a sus pasiones intelectuales, al oficio riguroso de arqueólogo de datos y documentos que le sirvieran para tejer una historia brumosa y fragmentada como la de esta frontera.
Estaba apenas iniciando la secundaria cuando lo conocí, sin poder acceder a un contacto directo. Lo veía en tertulias, lo leía en sus columnas, lo escuchaba en las emisoras de la cuidad. Para entonces, tenía la certeza de un wayuu atípico; que vestía de cachaco, impecable presentación, circunspecto y con finos ademanes. Eran tiempos en que los wayuu “acomodados”, se dedicaban al contrabando, tenían barcos, camiones, provisiones de licores y cigarrillos y pocos consideraban la opción de la formación universitaria y, mucho menos, la pasión por la lectura. Fue quizás, el primer abogado wayuu de Maicao.
Confieso que mis representaciones sobre Manuel Palacios eran, inicialmente, contradictorias, admiraba su talente intelectual y su férrea defensa de los wayuu, pues, siempre lo veía sosteniendo candentes debates para ilustrar a algún alijuna que, al mejor estilo de Fabio Zuleta, estigmatiza o mal interpretaba el sentido de alguna práctica ancestral wayuu. Palacio era de verbo vehemente, de debates encendidos, de pasiones arraigadas, de compromiso e identidad étnica hecha en hormigón. Quizás por lo polémico, me hice la equivocada idea que era un intelectual inaccesible y algo arrogante, un caza rifirrafes insaciable.
Había nacido en 1942 en el barrio Maicaito, el territorio que pobló su familia desde que, en 1924, su abuelo, Manuel Salvador Palacio López, llegó del puerto de Tucuracas a hacer vida comercial en un punto que comenzaba a ser tránsito obligado hacia Venezuela. Su abuelo había nacido en Riohacha, hijo del español Federico Antonio Palacio y la dama dominicana (para otros riohachera) Agustina López Freile. La naciente y artesanal industria del licor y el tabaco fue la actividad inicial de su abuelo, quien vino a Maicao con su compañera mestiza Pilar Fince Apushana y sientan sus reales en lo que hoy es el Centro de Maicao. Palacio López sería el primer criollo que edificó en lo que es el Centro de Maicao y donde está la plaza Bolívar. Allí se hospedaría el primer frente de autoridad civil que llegó en 1927 comandado por Rodolfo Morales. Luego, intercambiaría tierras con el venezolano José Domingo Boscán y pueblan una amplia zona que hoy recoge barrios como Santander, Loma Fresca, Donith Vergara, Maicaito, Paraíso, Almirante Padilla y Víncula Palacio (nombre de una de las tías de Manuel Palacio Tiller).
Reconstruyendo el trasiego familiar, Manuel Palacio Tiller, se hace aficionado a la historia, recaba con paciencia de amanuense de monasterio, todo documento y folio que le sirvieron para derrumbar la tesis de la supuesta fundación de Maicao por parte de una comisión de rentas venida desde Riohacha a controlar la venta de chirrinchi y tabaco. Palacio Tiller representa para Maicao, el Benjamín Espeleta para los riohacheros, nos cambió la historia de una fundación por una de poblamiento por parte de comerciantes de Riohacha, la Alta Guajira y Venezuela.
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De allí que, aunque fuera abogado de la Universidad de Cartagena, con estudios superiores en Derecho Penal y Disciplinario, fuese dos veces concejal en Maicao, diputado, juez penal y magistrado auxiliar del Tribunal Superior en Riohacha, personero en Maicao, gerente del Instituto de Desarrollo de La Guajira y de la Lotería de La Guajira, el referente que nos deja a los maiceros y su principal motivo de nombradía es su legado como historiador.
A él debo los referentes de cómo el florecimiento de Maicao tuvo lugar cuando en la comunidad Warawarao se pactó la paz entre las parcialidades del cacique José Dolores y los de la Alta Guajira que permitió la movilidad hacia Venezuela y entre las subregiones del actual departamento. Fue con sus iniciativas que emergió la necesidad de una academia de historia de Maicao, de su pluma fue la primera obra sobre el poblamiento de Maicao titulada “Compendio general de historia de Maikou”.
Cuando pude gozar de su amistad, ya no era ese hombre iracundo que me había imaginado, era un apacible bonachón, amable, de charla entretenida y aleccionadora y que se deleitaba cuando encontraba un interlocutor que lo entendiera. Generoso para aportar un dato, un documento, un registro, cualidad que no es común encontrar en los historiadores. Quizás Palacio intuía, que tenía que convertirse en sembrador, que había una generación que quería llevar al plano de la escritura, la oralidad que ha acumulado la memoria local. La obra de la que fui compilador y co-autor, “Memorias de maíz” (2011), no habría sido posible sin su concurrencia y generosidad, es espiga de su siembra.
Maicao y La Guajira han perdido a un wayuu de profundo bagaje intelectual, a un hombre que desbrozó el camino para entender el mapa inicial de nuestra historia y cómo nos fuimos constituyendo en un espacio variopinto. Un columnista del que aprendimos mucho, un abogado acucioso y vehemente, un mentor de lucidez, un hombre letrado cuya nombradía no será mancillada por ninguna mácula. Honra a su nombre, Maicao llora su partida y los maicaeros estamos obligados a perpetuar su legado.
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