De la papora y otras formas de “amarrar” a los hombres

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Por Abel Medina Sierra – Investigador cultural.

Es posible que el ensayo de toda suerte de estrategias para mantener sujeto, pusilánime y “mansito” al hombre, por parte de las mujeres, sea tan antiguo como el mismo acto de su creación. El mito de Adán y Eva no revela detalles, pero si deja conjeturas sobre los afanes de la primera mujer por “amarrar”, con “frutas prohibidas”, al único hombre disponible en un mundo solitario y ancho. La mujer por la cultura patriarcal, ha estado tradicionalmente “atada”, tanto afectiva como económicamente al apoyo del hombre, y de esto ha dependido históricamente su imagen social. Aún en estos tiempos de “emancipación” femenina, de feminismo y libertades, muchas mujeres se “disputan” con recursos naturales y sobrenaturales, su “territorialidad” sobre el que creen “su macho” y buscan “asegurar” la fidelidad y exclusividad del mismo. Ha sido quizás la guerra más invisible pero intensa, doméstica pero indeclinable y, como toda guerra: el fin justifica los medios y todo se vale, incluyendo, lo mágico.

La mitología griega da cuenta que, desde el fondo de los tiempos, los celos y el prurito por “marcar territorio” ya echaban mano de los sortilegios. Pasifae, hija del dios Helio y Perseida, hermana de la maga Circe y tía de la hechicera Medea, se valió de éstas para conseguir un maleficio y así castigar a su infiel marido Minos, rey de Creta. Cuando este retozaba con su amante en la cama, le echó un maleficio que le hizo brotar serpientes y escorpiones del cuerpo. Con tamaño castigo, quién no va a ser fiel.

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Una agradable crónica de José Luis Garcés, recrea cómo la mujer de un chofer de bus intermunicipal, supo “asegurar” a su marido con el sortilegio que una bruja logró con un calzoncillo “bien berriondo” del picaflor del volante. Las tiendas de esoterismo están atiborradas de “maranguango”, “amasaguapos” y toda suerte de brebajes “milagrosos”.

El cancionero vallenato es prolijo a la hora de revelarnos cómo las mujeres de nuestro Caribe colombiano, han tratado de “amarrar” a los hombres. Luis Enrique Martínez ya la testimonió en la canción “El brujo del El Copey”, una auténtica crónica macondiana:

El mago le dijo a toditas las mujeres/ Que desde la mañana tenía el consultorio abierto
Ellas madrugaron a las cinco e’ la mañana /La consulta era barata, solo valía treinta pesos
Una de las mujeres copeyanas / Pa’ asegurar al marido dio cien pesos

Por su parte, Alejo Durán también nos revalida el uso de las famosas “papeletas” en una canción con este nombre:

Al pueblo de Planeta Rica ha llegado una mujer/ Vendiendo papeletas pa’ compone a los hombres
Las mujeres solicitan a ver dónde está la agencia/ Pa’ comprá la papeleta y obligá al marío que tome/ Y después que ya le den a beber/ Lo tienen seguro y juegan con él (Bis)

Esteban Montaño en una canción grabada por Luis Enrique Martínez llamada “El guarapo” detalla los materiales del sortilegio:

Amigo no son caprichos/ Procure no descuidarse
Que como deje “agarrarse”/Lo velan y queda frito
Con polvo de no sé dónde/ Con agua de no sé qué
Como le den a bebé/Seguro que lo “componen”
Lo ponen bobo y pipón/ Amarillo y a babearse
Como le dé por hartarse/ Lo vuelven hasta capón
Preparan la baba e’ sapo/ Con raíces machacadas
Usan la tierra rezada/ Y de eso hacen un guarapo

Por su parte, el hoy cristiano Dagoberto Osorio, nos revela en la canción “El bebío”, cantada por Farid Ortíz, que la mansedumbre, la fiel obediencia hace parte de esas fórmulas esotéricas para “amarrar” a un hombre:

Me dijo la vecina del al la’o/ Que al vecino lo ve confundío
Cada vez que le dan el bebío/ Ay, lo mandan a hacé lo manda’os (…)
Ella le da talón rayao/Y en las noches prende las velas
Lo mantiene desespera’o/Lo va hacé cogé carretera

Desde chamanes, brujas, “parasicólogos”, pitonisas, embaucadores, rezanderas, cucuriacos de todos los pelambres, hasta psicólogos, sexólogos o motivadores, han visto desfilar ante ellos, a tantas mujeres desesperadas en búsqueda de la fórmula perfecta para domeñar al hombre, para cortarle las alas y seducirlo al punto que no desee o toque ninguna otra mujer.
Si llevamos el tema al campo regional, mucho se escucha hablar del famoso “secreto guajiro”, tan secreto que pocos conocen en qué consiste, pero aseguran que funciona. Pero, si en mi experiencia como investigador de algunos elementos de la cultura wayuu, algo me llama la atención, es el de la papora. La palabra ya casi se olvida entre los wayuu de esta época y ni se diga de la práctica que ya camina en los terrenos del olvido y lo primitivo. Escritores como Víctor Bravo Mendoza se refieren a esta práctica en un artículo titulado «De la papora como efluvio para el amor y otras consideraciones”. Antonio Joaquín López en la novela “Los dolores de una raza” y el barranquero José Soto en “Jepira” también mencionan el tema.

Sin más rodeos, la papora era una práctica de algunas mujeres wayuu de la Alta Guajira, con la cual trataban de atraer a su marido distante. Bien se sabe que el hombre wayuu, como Juyá, es errante, móvil y puede tener varias esposas, unas muy distantes de otras. El marido podía pasar varios meses en casa de una de sus parejas, lo que obligaba a severos periodos de abstinencia sexual a las demás. Se cuenta que estas “sedientas” mujeres, incapaces de la infidelidad, entonces dejaban de lavarse su vulva. Pasaban los días y las ansias, en sus partes íntimas se iba “cocinando” unos miasmas muy concentrados. Cuando pasaban varios días o semanas, ese olor estaba “en su punto”. Era entonces que en horas de la noche, la mujer se acostaba en su chinchorro, abría sus piernas y de su vulva, se esparcía un penetrante efluvio que, según ella creía, era conducido por el viento alcahueta hasta donde estaba su marido quien al percibirlo, tomaría el camino más cercano y llegaría al día siguiente a complacer a su ansiosa compañera. ¿Superstición extrema? No se sabe, pero las abuelas wayuu dan fe que la papora era tan eficaz como certera.

Pasa el tiempo, pasa la papora, nuevos trucos para viejas intenciones de seguir “amarrando” a los, cada vez, más esquivos hombres.

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