Por Weildler Guerra y Tivi López.
Las mañanas de la infancia en La Guajira están pobladas en la memoria por el sabor entrañable de la leche cojosa o kojosü. Este es un producto lácteo que se obtiene de un día para otro y que consiste en una leche cuajada o coagulada. La leche cuajada alberga decenas de siglos de historia de la domesticación del ganado por parte de la humanidad. Durante ese tiempo se dio la elaboración de leches acidas en el continente asiático por grandes pueblos de pastores de donde se desprende la elaboración del kumis y el yogurt.
La leche cojosa, o kojosü entre los wayuu, se obtiene añadiéndole cuajo a la leche fresca. También se logra al prepararla en una olla, antiguamente se empleaba un recipiente de calabazo, que se dedica exclusivamente para su conservación en la que se mezcla la leche fresca con un poco de leche cuajada del día anterior.
La kojosü es una comida matinal que se consume en las horas que los wayuu llaman wattachon, al amanecer, o watta´amaalü, de mañanita, al salir el sol. Se suele acompañar de ahuyama cocida o queso fresco. Puede endulzarse con azúcar o panela y aun consumirse sin endulzante según se prefiera.
En la vieja Riohacha la leche cuajada era traída a los hogares por la emblemática figura de las marchantas indígenas. Durante más de cuatro siglos ellas han llegado con la puntualidad del sol a los hogares criollos proveyéndoles de alimentos y calor humano. En una ciudad que no tiene fincas y campesinos en sus cercanías las marchantas que vienen de las zonas de pastoreo proveen de carnes, frutas, quesos, leche y granos a la ciudad; las del litoral llevan camarones, pescados frescos y secos, así como bivalvos marinos. Otras, cuyo número disminuye, venden carbón o petróleo.
Un día, casi de manera imperceptible, la mujer madura que por años ha aprovisionado nuestro hogar ya no regresa y es sustituida por su hija o su sobrina. Una generación reemplaza a otra en ciclos implacables y silenciosos.
Las marchantas evocan nuestra infancia. Los ojos de un niño que se extasía viendo la minuciosa ritualidad con que la parda cuchara de calabazo corta con maestría una geométrica porción de leche cuajada. Cada una de estas mujeres itinerantes parece tener un circuito propio en la ciudad, un contrato intercultural tácito que une a su ranchería con ciertas calles y hogares.
Sara Wouliyuu, y antes su abuela y su progenitora, han abastecido nuestro hogar durante décadas. Hay unas relaciones de mutua consideración entre su familia y la nuestra.
En alguna ocasión una marchanta indígena descubrió un aire de preocupación en el rostro de un ama de casa que era su cliente habitual. Le aconsejó con la solidaridad de quien no padece la presión occidental del tiempo: “No te preocupes, los días, solo son días, ellos simplemente van y vienen, uno tras otro”. La llana filosofía de una mujer sencilla trae consuelo a quien la escucha.
Eso evoca la obra del poeta inglés Philip Larkin (1922–1985) quien escribió un poema llamado Días:
“¿Para qué son los días?
Los días son el lugar donde vivimos.
Se acercan,
nos despiertan una vez y otra vez.
Son para que seamos felices
¿En dónde vivir sino en los días?”.
Las marchantas viven en los días aunque no conozcan la obra poética de Larkin y este acaso jamás oyó mencionar el territorio guajiro. Sin embargo, el poeta inglés y las marchantas construyeron sus respectivos universos estéticos y laborales basados en una valoración de la cotidianidad. El inglés gozó de un reconocimiento universal, en contraste, la labor de las marchantas aun no ha sido valorada por los habitantes de Riohacha. No hacen nada importante, dirán algunos, ellas, pensamos nosotros, solo mantienen funcionando el mundo.
[1] Paz Iipuana Ramon (2016) Ale¨eya Conceptos y decripciones de la cultura wayuu. Asociacion Wayuu Araraurayu.
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