Por Vizo Arcieri.
Confieso que en las últimas semanas no me había sentido bien.
La vecina a la que le conté mis males, resultó un poco despiadada. “Cuidado y va a ser el bicho malo ese del covid que está acabando con la India”. Me dejó pensando. Instantáneamente me puse los cuatro dedos en la frente para comprobar que no padecía de alguna fiebre maligna.
La vecina, que me vio lívido, me dijo, rascándose la mano: “Hay fiebres que dan por dentro y ni los termómetros de pistola que usan ahora, la detectan”. Entonces empecé a sudar frío por la nuca y la boca se me secó. Por fortuna me había tomado la pastilla para controlar la presión arterial. La gente no tiene idea de que no solo de un tiro lo pueden matar a uno. Pero bueno, así son ciertos vecinos y vecinas. Y no se puede pedir más. Además, los vecinos, como los hermanos, uno no los escoge. Son y ya.
Aquello fue no más que un episodio de psicosis momentánea, por ventura. A pesar de la sudoración repentina, lo mío no era covid. ‘Permita Dios’, me dije con resolución. Ni covid de la India ni del mercado de Bazurto, en Cartagena. Esto es otra cosa. Algo más grave.
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Tenía que ver con que he llegado a la certeza, terrible certeza, de que alguien más que Dios se está enterando de los designios más recónditos de mi corazón. De las ocurrencias prematuras de mis pensamientos. Y, como iban las cosas, estaba a punto de creer que corría el riesgo de que mis sueños estuvieran a merced de un, o unos extraños que no sabe uno cómo los iban a interpretar.
La cosa era delicada.
Aunque no se crea, lo ocurrido me descompuso el estómago, en veces; y provocó, entre semanas, algunos insomnios severos.
Antes de esto vivía tranquilo. Porque hasta donde me enseñaron en las clases de Religión, en el colegio Biffi La Salle de Barranquilla, solo Dios es -o era- el que sabía sobre la vida de uno, inclusive, antes de que comenzara. Por eso es Dios. Y que Dios sepa lo tuyo te da tranquilidad porque todos sabemos lo prudente y benévolo que es.
Pero como el mundo ha cambiado tanto y ya estamos a punto de empezar a irnos en chivas espaciales para marte porque esto acá esta vuelto un etcétera, estaba por creer que Nuestro Señor había perdido ese privilegio de saberlo todo en exclusiva. Que era una garantía para la humanidad. Porque Dios no tiene redes sociales ni le gusta hablar de sus hijos en público.
Por eso me preocupaba que perdiera la exclusividad de adivinar, por ejemplo, cuando uno está a punto de perder el corazón por cualquier amor efímero que pasa por el frente de tu ventana sin que nunca sepa que uno quedó perdidamente enamorado y condenado a la pena del olvido.
Pero todo este meollo de saberme vulnerable ante otros ojos distintos a los de Dios comenzó un domingo antes de la pandemia. Fue la primera sospecha. Era un domingo de esos en que hay que inventar algo en la tarde para no morir de tristeza, como han predicado tantos poetas que terminaron muriéndose un lunes.
Los domingos en las tardes son buenos para adelantar diligencias de hogar. Como cotejar precios de electrodomésticos que ya están a punto de caducar en tu cocina; o comparar costos de sillas para reemplazar las viejas que llevan meses con una o dos patas rotas.
En nuestro caso decidimos en familia salir ese domingo a consultar en un almacén especializado lo que nos podía costar la remodelación del cuarto de baño de huéspedes. Era una necesidad urgente. Una obra que no daba plazo. Hablamos en la cama y en la mesa mucho de esta posibilidad de cambio. Hasta que nos convencimos de que era ahora o nunca hacerlo.
Nos bañamos y dispusimos salir para un centro comercial, que además de la información nos prodigaría aire acondicionado para mitigar los calores del Caribe. Había apenas cruzado el vano de la puerta de la calle cuando oí las campanillas del celular repiquetear con insistencia, anunciando el alojamiento en mi bandeja electrónica de un mensaje.
Ante la persistencia del sonido de llegada de este heraldo y la vibración del aparato no tuve otro remedio que revisar la causa del escándalo que había en el bolsillo. Cuando logro el control de la situación, oh sorpresa. Un mensaje bien redactado, con destinatario con nombre propio, excelentemente escrito, me dejó espantado:
“Hoy es el día. Aprovecha este domingo y ven en familia a nuestro almacén. Tenemos lo que necesitas. Una gran promoción y descuentos en cerámicas y otros elementos para que dejes tu baño como nuevo. Estamos cerca de ti, solo por hoy, precios bajos”.
“¿Quién diablos le dijo a este almacén que estábamos a punto de salir a averiguar por los materiales para renovar el cuarto de baño del apartamento?”, me pregunté. Y se lo pregunté a mi esposa también, que no le dio importancia al asunto. “Sabrá Joaco”, me respondió. Y se siguió pintando los labios. Nos fuimos como si nada hubiera pasado.
Rumbo al centro comercial, llegó otro mensaje, con la misma parafernalia digital del anterior: “No lo olvides, tu baño nuevo. Consulta nuestros precios haciendo clic aquí”. No hice clic, pero empecé a hacer cábalas. Recordé la conversación de texto que había tenido por chat con un amigo de trabajo sobre unas camisas hawaianas que estaba vendiendo una señora vecina de su casa.
Después de esta charla digital, padecí, tres semanas seguidas, cada vez que abría el computador o mi correo electrónico, la aparición de una colección de fotos con camisas floreadas en distintas telas y variados precios, ofrecidas por tiendas de ropa que en mi vida había visto. Camisas hawaianas de ensueños.
– Me dije: “Carajo, qué vaina rara. Aquí pasa algo”.
Después de estos episodios la cosa siguió. Me han llegado solicitudes de cursos de cocina porque una vez subí una foto en Facebook preparando unas pastas con camarón. Las otras situaciones fueron ya en tiempos de pandemia: le dije en secreto a mi esposa que sería un sueño que conociéramos Roma cuando acabara la crisis y nos comiéramos una pizza parmesana en una plaza a las seis de la tarde de un sábado y, después de esto, duré tres meses recibiendo en mi celular ofertas de aerolíneas para viajar a Europa. Ni qué decir cuando se acabó la comida de la perrita, porque cada vez que abría el correo electrónico me aparecían videos de canes felices comiendo banquetes de pepas con sabores a file mignon con especias y vitaminas para la vida eterna de las mascotas.
Una vez estornudé y después tocí por causa de una pelusa de mango que se me fue por el camino viejo y me llegó, al rato, un video de un antiestamínico que no produce sueño, con sabor a frambuesa y adjunta la petición para diligenciar un formulario para detectar si uno padece síntomas de covid. También ofertas de termómetros que miden la fiebre que da por dentro y consejos para una vida libre de virus en la casa.
La vez que recibí la primera vacuna contra el covid subí una foto de ese momento sublime a mis redes y a los dos días me llegaron advertencias de iglesias adventistas contando cómo Bill Gates se apodera de tu alma una vez te inyectan la Sinovac en tu brazo.
Todas estas situaciones ocurrieron en medio del encierro y las restricciones que han seguido por la pandemia lo que desestabilizó mi cordura y confianza en que solo Dios sabía todo de mí.
“Solo falta que sepan que ando con los calzoncillos perforados”, grité una vez, aturdido y aburrido también. Y a la media hora me llegó una solicitud de una página de Instagram con unos catálogos de interiores Calvin Klein, falsos pero de buena imitación, en distintos colores y precios.
Finalmente, cansado, decidí burlarme de esto y, por primera vez me sentí triunfador sobre mis perseguidores digitales. Creo.
Logré, con creces, confundirlos con un escrito genial. Redacté con detalles lo que supuestamente eran los últimos días de mi vida, el asomo de mi propia muerte. Describí el acercamiento del final de mi existencia. Lo que sentía a pocas horas de recibir los santos óleos. La despedida de este mundo cruel.
Y ocurrió lo esperado. A diferencia de Dios que sabe cuándo le toca de verdad el turno a uno. Estos fisgones electrónicos, chismosos de clase alta, cayeron en la trampa. Creyeron que moría.
Entonces hicieron su cometido. Me mandaron lo que para ellos era el mensaje final para su ser espiado, lo que me provocó una gran risa de venganza.
A mi celular y mi Facebook me llegó esta oferta de temporada:
“Duerma su último sueño de la vida en un cómodo y elegante cajón fúnebre de lujo. Acolchonado, con espacios amplios, cierre automático para evitar caídas de la tapa en pleno velorio. Doble vidrio de seguridad. 100% madera de cedro con una base contra el comején y pintura de laca importada que no mancha. Con un 30% de descuento antes de julio, aproveche los precios bajos. La oferta incluye una bolsa de incienso y una caja de fósforos”.
Desde entonces me creen muerto. Pero no sé hasta cuando dure esto. Ahora trato de convencerme de que solo Dios sabe cuáles son mis pesares y mis sueños, sin mandarme publicidad al instante.
Junio 20 del 2021
En los tiempos del fin del mundo.