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Por Abel Medina Sierra – Investigador cultural.
El reciente incidente del coreógrafo Mario Valdemar con agentes de policía en Maicao, desencadenado por la puesta en escena en pleno centro de “Manduca”, el personaje más emblemático de los carnavales de esa ciudad, evidencia que la práctica festiva herencia de bacanales o dionisiacas, se resiste a morir ante las cada vez más frecuentes medidas de restricción que toman las autoridades.
Es que, desde inicios de este siglo, esta práctica, tradicional en todo el Caribe colombiano, se ha sometido en Maicao, a una discontinuidad que lo mantiene el riesgo como manifestación patrimonial. En el 2003 se suspendieron por la barbarie paramilitar con sus crímenes selectivos. Otros alcaldes consideraron que los carnavales no hacen parte de la “tradición maicaera” (en esta ciudad, salvo lo wayuu, nada tiene tanto tiempo para ser tradicional); ahora, ante las medidas de mitigación que obliga la pandemia, de nuevo los carnavales entran en receso.
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Los carnavales en Maicao, se consideran un verdadero sancocho de sustratos: algo llevaron los colonos riohacheros, también los barranquilleros y cienagueros. Así que si en algo tiene identidad, es en no tener una fija. Al fin y al cabo, todo carnaval es multicultural en sus influencias. Mis recuerdos de carnavales en Maicao se remontan a inicios de los 70, siendo muy niño me escapé unas dos veces a las casetas del barrio, las que iniciaban desde la tarde y no tan de noche como ahora. Quedé impactado al ver la célebre comparsa de Los Apaches. En la radio, desde entonces, todas las emisoras de la ciudad solían incluir en horario vespertino, programas a los que asistían las reinas a invitar a sus casetas y a animar al público, el humor, las letanías y la música carnavalera era la nota común. Un nombre de reina salta al recuerdo como uno de los más emblemáticos de la época: Orietta Tafache. Para entonces, la “élite” comercial y social de Maicao, se involucraba de lleno en esta fiesta. En lugar de maicena, el talco fino y perfumado solía acompañar los festejos libados con buen whisky y pistachos.
Las fiestas y las casetas en los barrios era una de las responsabilidades de las juntas de acción comunal. Aún, con letra ya borrosa de la pared en el colegio el Carmen del barrio del mismo nombre en Maicao, se resiste un grafiti de los jóvenes reclamando a los comunales “Pilas con la KZ”. Casi cada barrio tenía su caseta, su reina, princesa, capitana y reina infantil. Los bailes infantiles en las casetas eran de tarde. Entre los eventos que más congregaban al público, estaban las llamadas “Tómbolas”. Se trataba de una tarima en zona céntrica, auspiciada por el Municipio. Allí los animadores presentaban conjuntos vallenatos, tamboras y bandas todos los viernes y sábados de pre carnavales. Exhibían disfraces, allí iban las reinas populares y sus comparsas a mostrar ante el público y el jurado su potencial para el baile, la alegría, su expresión corporal y verbal. Además de maicena, recuerdo que los jóvenes echaban azulín y rociaban perfumes baratos como el “Cariaquito morado”. Había pocos desfiles, el más importante la batalla de flores el sábado de carnaval con su despliegue de carrozas y disfraces. Cada reina estaba obligada a llevar su carroza y comparsa.
En los barrios, desde el sábado y hasta el martes de carnaval, se armaba “la mojadera”, quien osaba salir de casa sabía que no iba a regresar seco, a no ser que pagara “la vacuna” a los corros callejeros de carnavaleros. Algunos hacían verdaderos fosas con lodazales para embarrarse y allí castigar a quienes se resistían a las “multas”.
Mis primeras rumbas coincidieron con el periodo de furor de las casetas de carnavales a inicios de los 80. Cada una de las `principales casetas, anunciaba en la radio su parrilla musical desde el viernes hasta el martes (día en que se daba la “rompedera de camisas desde los 12 de la noche por lo que había que poner una franela china o “ropita vieja”). Recuerdo un sábado de carnaval haber visitado tres casetas; en la del barrio Mareygua tocaba Farid Ortiz, en la de Buenos Aires (a solo unas cuadras), Tobby Murgas y Emilio Oviedo y en la del Santander, Silvio Brito; todos conjuntos de moda en la época. Una de las más recordadas casetas era “El piñal” de la ya extinta Carmen Díaz, “La reina de la alegría”, quien representaba para los carnavales de Maicao, lo que la “Comae Pipi” en Riohacha, era la abuela del actual acordeonero de `Peter Manjarrés, Dany Maestre. Otro empresario de casetas fue Monche Díaz Junior en el barrio Rojas Pinilla y Tulia Orozco en el Pastrana.
Pero, al igual que en Riohacha, con el crecimiento de la ciudad, la presencia de migraciones que poblaron barrios informales, la hostilidad trasgresora de bandas de jóvenes comenzaron el “saboteo” de los eventos y eso propició que algunas instituciones y la población de sectores céntricos le voltearan las espaldas a los carnavales. Las tómbolas comenzaron a presenciar lluvias de piedras y bolsas de agua, se destruía la decoración, cuando terminaba la programación se vandalizaba vitrales y luces. Los desfiles, así como en Riohacha, terminaban en desórdenes o guerras de pandillas; las casetas de barrio dejaron de ser lugares seguros. Todo esto fue la excusa para que la institucionalidad desestimulara las carnestolendas. Hoy en día, de unas fiestas que involucraba gran parte de la comunidad, sobrevive una que otra mojadera aislada, parrandas que lo único que tiene de carnaval es la espuma y “Manduca” con su voluptuosidad hecha baile, alegrando las calles de Maicao. Ya hasta eso nos quieren quitar.
Foto: NotiGuajira.com