El salario mínimo en Colombia: entre la expectativa social y el riesgo inflacionario

Hablar del salario mínimo en Colombia siempre genera una mezcla rara de esperanza y temor. Uno siente que debería ser una decisión sencilla, casi obvia, subirlo para que la gente viva mejor. Pero luego aparece la voz interna más cauta, la que recuerda los efectos colaterales.

Diversos análisis recientes han expuesto que el aumento del salario mínimo para 2026 podría tener implicaciones directas sobre la inflación del país. Expertos señalan que un alza significativa del salario mínimo podría presionar una “aceleración inflacionaria” derivada del aumento en los costos laborales empresariales. Esto sugiere que las decisiones en política salarial requieren equilibrio, no solo para proteger el poder adquisitivo de los trabajadores, sino para evitar desajustes macroeconómicos que terminen afectando a quienes se pretendía beneficiar. Así, la discusión no es solo técnica, también es social, ética y hasta emocional.

Pensando en voz alta, creo que el debate sobre el salario mínimo casi siempre se queda atrapado en dos polos. Unos piden incrementos amplios para recuperar la capacidad de compra perdida y otros advierten que cualquier exceso desborda la inflación. Y es curioso, porque ambos tienen algo de razón.

Por lo anterior, se plantean tres posibles escenarios para el ajuste del salario mínimo en 2026, desde uno conservador hasta otro más ambicioso que buscaría “compensar la pérdida de ingresos reales” de los trabajadores. Esto deja ver que el Gobierno no puede decidir a ciegas, necesita analizar estos escenarios con cabeza fría. Para mí, lo sensato sería partir del costo de vida real y luego medir qué tanto puede absorber la economía sin desajustarse.

Hay un punto que a veces incomoda, pero vale decirlo sin adornos. Subir el salario mínimo por encima de la inflación suena justo, pero no siempre mejora la calidad de vida. Además, se advierte que un aumento igual o incluso inferior a la inflación podría “evitar presiones adicionales sobre el empleo y la formalidad laboral”.

Puede ser frustrante aceptar ese argumento. Sin embargo, obliga a preguntarse si el aumento del salario es la única herramienta o si debería acompañarse de reducción de costos empresariales, incentivos a la formalidad o alivios tributarios. Porque si no se hace así, puede pasar lo de siempre: más costos, menos empleo y un malestar social que se repite año tras año.

La otra cara del debate tiene que ver con el impacto inflacionario. Suena un poco técnico, pero es clave. Según un análisis reciente, un aumento salarial fuerte podría elevar la inflación entre 0.2 y 0.5 puntos porcentuales, especialmente por el “efecto dominó en los precios regulados y los bienes con mano de obra intensiva”. No son cifras enormes, pero en una economía frágil pueden desajustar expectativas. Esto me recuerda esa sensación de que el país vive al filo, como si cualquier mala decisión pudiera encender una chispa económica difícil de apagar.

Además, el contexto político tampoco es neutro. Puede sonar obvio, pero las negociaciones del salario mínimo están cargadas de intereses. Por otro lado, se anunció que el Gobierno ya fijó la fecha para iniciar la negociación del salario mínimo para 2026, y no es un dato menor. Cada año, sindicatos, empresarios y Gobierno se sientan a una mesa que no solo discute cifras, sino legitimidad social. ¿Qué tanto pesa el cálculo técnico frente a la presión pública? A veces pareciera que las decisiones no se toman en los despachos económicos, sino en la opinión pública digital.

Después de revisar estas posturas y pensando con cierta honestidad, el país necesita un debate menos emocional y más estratégico sobre el salario mínimo. Los medios suelen centrar la discusión en cuánto subirá, pero no en cómo ese aumento se traducirá en bienestar real. Aumentar sin acompañar con políticas complementarias es como inflar un globo pinchado, no llega muy lejos.

El aumento debe equilibrar poder adquisitivo, inflación y formalización laboral. El reto para 2026 será encontrar un punto medio que no deje a ninguno de los sectores con la sensación de derrota total, aunque tal vez sea inevitable que alguien quede inconforme. Lo importante es que la decisión esté basada en evidencia, no en impulsos políticos o en consignas populistas. Tal vez no haya una fórmula perfecta, pero sí puede haber una más sensata y humana.