De chivos y hambrunas en La Guajira

Silvio Urrutia Heim llegó a Colombia en 1974 a cursar los dos últimos grados del bachillerato. Luego ingresó a la Universidad Nacional donde se graduó en Diseño Industrial. Poco después empezó a trabajar en la Fábrica Nacional de Radiadores, pero siempre con la mira puesta en fundar su propio negocio.

Fue por aquellos días que uno de sus cuñados-quien estaba al tanto de ese interés suyo- le dijo que estaban vendiendo una panadería en La Guajira, y sin pensarlo dos veces partió hacia una tierra de la que solo tenía referencias vagas e inciertas.

Hasta ese momento Silvio había vivido en ciudades capitales. Primero en su natal Santiago de Chile y más tarde en Bogotá. Es decir, estaba perfectamente habituado a los bienes de la vida moderna. Por eso cuando llegó a Riohacha sufrió un choque: la ciudad no estaba por ninguna parte. Lo que alcanzó a divisar a través de la ventanilla del avión fueron arenales interminables que serpenteaban en todas las direcciones. Ya en tierra, su impresión fue aún más desoladora: no había andenes y para trasladarse al hotel tuvo que abordar un taxi destartalado y sin placas que machacaba a todo volumen un vallenato de moda. Pensó razonablemente que su estadía en La Guajira no pasaría de ese fin de semana. El calor abrasante del mediodía riohachero reforzaba esa convicción. Sin embargo al llegar a la zona histórica de la ciudad cambió de parecer. Corría 1986. 

“Después de un corto recorrido, aquel taxi ruidoso-“el propio carita e nene”, me informó alguien- desembocó en la Calle Primera, y ahí estaba el mar, que a esa hora parecía una pintura: el río penetraba con placidez en la inmensidad del océano y las aguas de uno y otro se diferenciaban claramente. El espectáculo era maravilloso. En ese momento me volvió el alma al cuerpo y tuve la certeza de que iniciaba una relación de largo aliento con La Guajira”, recuerda Urrutia.

Sin darle más vueltas al asunto, compró la Panadería La Mejor y se vino a vivir a Riohacha con su familia. Y pese a que no sabía nada del negocio, logró posicionarlo como uno de los más prósperos de la ciudad, al punto de que poco después fundó otro establecimiento: el restaurante Mac Pollo. “Fueron años maravillosos. Dos de mis tres hijos son riohacheros y aprendieron a caminar en la playa”, dice nostálgico.

Los niños de La Guajira quieren sonreírle a la vida...
Los niños de La Guajira quieren sonreírle a la vida…

En busca de La Guajira profunda

Tras establecer una fuente de ingresos sólida, Silvio se dedicó a explorar La Guajira. “Empecé a visitar las rancherías y poco a poco me fui adentrando en la zona desértica. Al principio eran recorridos cortos  en compañía de guías wayuú. Ellos me decían que siguiera la trilla, pero yo no veía nada, salvo la inmensidad del paisaje”.

 

Pero finalmente aprendió a identificar los caminos del desierto. A partir de ese momento se aventuró a viajar solo por los puntos más remotos del territorio: Puerto Estrella, Nazareth, Punta espada, entre otros destinos. Y en esas correrías, que alternaba con sus labores como profesor de la Universidad de La Guajira y del Colegio Livio Reginaldo Fischione, descubrió un mundo fascinante que, sin embargo, estaba signado por el dolor y la muerte.

Sin proponérselo terminó haciendo un diagnóstico de la situación de las comunidades wayuú de La Guajira profunda y concluyó que la solución a su problemática podía estar en la explotación industrial de un recurso que pese a la crisis, seguía siendo abundante en sus territorios: el ganado caprino (1.153.740 cabezas en ese momento). Y entonces decidió convertir esa percepción en un proyecto con todas las de la ley.

Un camino kafkiano

Hace 20 años Silvio le dio forma al “Programa agroindustrial para la fabricación y comercialización de carne deshidratada de chivo y res -charqui-”, e inició un largo deambular por los despachos públicos para tratar de persuadir a los funcionarios de turno de las bondades de su iniciativa. De hecho, alcanzó a hablar con varios gobernadores.

No le pararon ni cinco de bolas. O le mamaron gallo de forma olímpica, pues el gobierno seccional estaba ocupado atendiendo “asuntos más prioritarios y estratégicos”. La construcción de los tanques de compensación del acueducto de Riohacha o de los puentes sin carretera del desierto, por ejemplo.

 

En vista de estas circunstancias, el chileno decidió acudir a la multinacional carbonífera. Le dijeron que no había plata, pero que, generosos ellos, le prestaban la Fundación Cerrejón para que presentara el proyecto ante el gobierno nacional. Ya a esas alturas Silvio había montado una planta deshidratadora piloto, tramitado los registros del Invima y timbrado e impreso los empaques del producto con plata de su propio bolsillo.

Pero en Bogotá las cosas no fueron mejores: los burócratas del Ministerio de Desarrollo se pusieron “antropológicos”, dijeron que la propuesta no era viable porque atentaba contra los usos y costumbres de los wayuú. Vagamente argumentaron que los indígenas no apoyarían un proyecto de esa naturaleza porque para ellos los chivos son prácticamente sagrados. De nada valió que Silvio les explicara que si bien para el wayuú la posesión de estos animales tiene una connotación social y cultural muy significativa, de La Guajira salen diariamente miles de chivos en pie hacia mercados nacionales e internacionales que bien podían utilizarse en la implementación de su proyecto. Lo dejaron hablando solo.

La propuesta

En 2008 Silvio puso fin a su estadía en La Guajira y se dedicó a vivir repartido entre el departamento de El Huila, Colombia, y su país de origen, donde residen sus hijos.  Hace un tiempo, no obstante, regresó al departamento con la intención de insistir en la idea que vislumbró en 2002 como una solución a la hambruna que ya por esos años azotaba al pueblo wayuú. Su propósito es entrevistarse con las autoridades seccionales para exponerles en detalle su propuesta, sobre todo ahora que parece existir un interés genuino por garantizarle la seguridad alimentaria a las comunidades indígenas.  Pero aclara que no está detrás de un contrato. “Lo que me interesa es que el proyecto se haga y le sirva a la gente”, puntualiza. 

El proyecto consiste en el montaje de una planta agroindustrial para el procesamiento, deshidratación, empaque y comercialización de carne de chivo -charqui-, utilizando la energía directa del sol en el proceso, por lo cual no necesita cadenas de frio y su almacenamiento no solo es fácil y seguro, sino amigable con el medioambiente.

El charqui contiene alrededor del 60% de proteína, por encima de la carne fresca (16-22%), leche en polvo (24,5%), harina seca de frijol (22%) y de otros suplementos nutricionales (25%). 

Es un alimento agradable al paladar que se consume directamente del empaque y genera sensación de plenitud, por lo cual es ideal en programas nutricionales dirigidos a niños, jóvenes y adultos.

Nota: el costo del proyecto en 2002 era de $1.200 millones, una cifra considerable, pero en todo caso menor que la que se invirtió en la construcción de los tanques de compensación del acueducto de Riohacha y los puentes sin carretera del desierto, que devinieron un auténtico “paquete chileno”.

*Director de la revista ARTE Y PARTE.

Créditos fotos: El Espectador -RCN radio

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