Por Orlando Mejía Serrano
El 13 de octubre de 1981, el bajista de la agrupación musical “Los Betos del vallenato”, Camilo Torres, fue herido de bala en Riohacha en medio de un enfrentamiento entre las familias Gómez y Pinto, que por entonces libraban una guerra sin cuartel. Torres y el Zurdo Ustaris, también integrante del famoso conjunto, se desplazaban en una camioneta 4 puertas en compañía de el gavilán mayor, cabeza visible de la familia Gómez Castrillón, cuando fueron atacados por uno de los miembros del clan Pinto.
El famoso gavilán de la famosa canción había invitado a los dos músicos a seguir la parranda en su residencia, pero sus enemigos tenían otros planes y literalmente le aguaron la fiesta. Torres fue remitido al hospital local, donde se le atendió diligentemente, pero Villa y Zabaleta quedaron en graves aprietos porque al día siguiente debían continuar el toque en la fiesta de matrimonio para la que habían sido contratados, esta vez en casa del novio. Se necesitaba con urgencia un bajista que reemplazara al malogrado Camilo.
Y fue allí donde apareció en escena Carlos Rojas Ramírez, conocido en los círculos de la política y del folclor como “El gallo blanco”, quien le ofreció a su amigo y compadre de toda la vida, Alberto Zabaleta Serrano, resolverle el problema. “Le tengo el pollo”, dijo, y salió en su busca. Y el pollo no era otro que Carlos Silva Bonilla, que en ese momento hacía parte de la banda departamental bajo la dirección del maestro Carlos Ezpeleta Fince, una verdadera institución del movimiento musical de la península y reconocido por su regia disciplina y amor al oficio. Y Carlos Silva no lo pensó dos veces: se fue con el uniforme de la banda a aportarle sus notas al cantante de El Molino, y desde entonces se mantuvo en la nómina del conjunto, alternándose entre el nuevo grupo y su cargo oficial como integrante de la banda departamental, hasta que el maestro Carlos Espeleta, cansado de sus continuas ausencias, le planteó una disyuntiva radical al gobernador de la época, Luís Felipe Ovalle: “o se va él o me voy yo”. Y se fue Carlos Silva.
Y es que por sus múltiples compromisos con una agrupación que tocaba hasta tres veces por semana, a Silva le era completamente imposible cumplir con los ensayos y presentaciones de la banda departamental, pese a que tanto el gobernador como su secretario de educación, Víctor de Luque Escolar, estuvieron siempre dispuestos a justificar sus salidas o corredurías por medio país. Era la forma de expresarle el aprecio y la estimación al amigo de juergas y parrandas “que iba para donde lo jalarán”. Pero la situación se volvió insostenible con un hombre de la seriedad y sentido del deber del maestro Ezpeleta. Y Carlos le dijo adiós a la banda y se dedicó de tiempo completo a ejercer como músico vallenato.
Vuelta al bembé
Tras su exitoso paso por los Betos, Carlos Silva haría parte de otras de las más grandes agrupaciones del momento, esto es, la de Jorge Oñate, la de Iván Villazón y la de Silvio Brito (con este último grabó uno de los clásicos del vallenato de todos los tiempos, historia de amor, de la autoría de su amigo Nelson Fuentes).
Cuando se alejó de los acordeones, Carlos Silva retomó su gusto por la música cubana y por la música tropical de nuestro país, participando en la creación de varias agrupaciones de esos géneros musicales, entre ellas la Frank band, el grupo Pambeach, la orquesta de Chevron Guajira y la Charanga Junior, un grupo conformado por jóvenes entre los 11 y 25 años que interpretaba boleros bajo su acertada dirección, al punto de que el novel conjunto recibió elogiosos comentarios tras su presentación en el Festival Internacional del Bolero realizado en La Habana, Cuba, en 2012.
El reposo del guerrero
Carlos Silva le dedicado 40 años a la música, como quien dice, el 80% de su vida se lo ha dedicado al piano y a las congas, al bajo y a la guitarra, a la risa y a la parranda. Al cabo de la jornada no tiene plata, pero si la satisfacción de haber convertido la música en un gozoso proyecto de vida que arroja como saldo grandes amigos y muchas historias y anécdotas.
De hecho, de Carlos Silva se podría escribir un anecdotario completo. Sus correrías por pueblos y caseríos lo llenaron de historias en las que brilla el humor que engalana a sus congéneres de oficio. Una de esas historias tuvo lugar cuando apenas se iniciaba en la música. Ocurrió que el mamagallista del grupo se le acercó y le dijo que uno de los espectadores, que estaba al pie de la pequeña tarima, era gay y estaba enamorado de él. Luego fue donde el tipo y le dijo exactamente lo mismo, es decir, que el bajista del grupo era gay y estaba enamorado de él, de modo que uno y otro se pasaron toda la noche en una miradera insistente, preguntándose , “¿será o no será?”
El problema sobrevino cuando el destinatario de las miradas de Carlos decidió tomar la iniciativa y confirmar, con agarrada de nalga incluida, si en verdad el músico andaba por ese camino. Carlos Silva montó en cólera y se armó con el bajo dispuesto a quebrárselo en la cabeza al irrespetuoso, pero en ese momento el autor de la pesada broma se dio cuenta de que la cosa podía terminar mal y aclaró lo que había pasado. Sin embargo tuvo que enfrentar la ira de las víctimas de su farsa. Al final la cosa no pasó a mayores y todo terminó en medio de risas.
Hoy Silva, al lado de su abnegada esposa María Estela Bermúdez, está dedicado a la docencia y a la producción musical para diferentes artistas locales e internacionales mientras espera mejores tiempos para seguir alegrando corazones e invitando al goce pagano con su música y su buen humor.