Zángane

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Por Marga Lucena Palacio Brugés.

Si no era por una foto que publicaron en Facebook, con tu rostro lleno de huellas del sol y del tiempo y con tus ojos clausurados en tinieblas, tú, duende andariego, hubieses quedado sepultado en un rincón de mi memoria, como un recuerdo más de aquella inquieta imaginación infantil; junto a los ratones que hacen trueques con los dientes de leche de los niños y a los requiebros de una mujer que llora sin parar en las madrugadas de una noche de lluvia ¡y no!… Eres real, un personaje legendario de mi Macondo amada que si existió.

Eras de carne y hueso, de pocos kilos y de mucho coraje.

Eras la personificación del hambre y la miseria de la raza wayuú, que por secula seculorum se ha apoderado de cada grano de arena de los desiertos infinitos de la siempre sedienta guajira.

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Eras el valor y la dignidad. Sí, claro que sí, porque aún con tu guayuco y tu palo (bastón) y tus harapos desgastados de lluvia y de sol, mimetizados con el color de tu piel, que era el mismo del barro del desierto, infundías tanto respeto como cualquier rey bañado en oro.

Tú eras y eres aún leyenda y eso cuantifica tu valía al infinito.

Eras la causa de por un instante sentirse bueno y generoso, cuando casi que temerosos nos acercábamos a ti a darte una limosna o un poco de “wüin” para bañar tus labios sedientos, en un pocillo de peltre; ese de las florecitas descarchadas, reservado en cada morada, solo para ti.

Aunque si tu anatomía grotesca y hasta incompleta te alejaba de los estereotipos de belleza, tú eras un ser hermoso, tan hermoso como un ángel; porque detrás de tus hombros desgastados imaginábamos alas; alas que volaban hasta tu ranchería cuando nadie te veía.

Es que no había otra manera para justificar como tú, sin vista y con hambre, podías recorrer toda Riohacha día tras día, sin cansarte ni perderte: eso no es de humano, algo mágico debías tener.

Llegó el día en que no te vi más y no pensé ni remotamente que hubieses muerto: Para mí, tú eras inmortal.

Seguramente –imaginé– cambió de ruta y encontró la trocha que lo conduce al cielo y ahí debes estar: mirando sin ojos pa’ abajo, sonriendo sin dientes pa’ arriba.

¿Sabes? Yo te amé y nunca dejé de hacerlo. Y no me siento superior por ello o especial; al fin y al cabo reconozco que bajo el ardiente sol de mi península, no existe un solo mortal que hubiese cruzado su vida con esta leyenda sin enternecerse: ¿Existe alguien que no haya amado a Zángane?… Dios pague.

¡Que tengan ustedes un riohacherísimo día: alegre y cálido!

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