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Por Weildler Guerra Curvelo.
Nuestro optimismo con respecto al fin de la pandemia se extiende y se encoge como los pliegues de un acordeón en un baile popular. Ante los anuncios del inicio de la vacunación pensamos con entusiasmo que veíamos por fin la claridad de la boca del túnel, pero los lentísimos avances en el número de vacunados contrastan con el creciente número de contagios y muertes que conducen a nuevos confinamientos y restricciones en las diversas ciudades y regiones del país. Este escenario nos da la sensación de estar luchando en las estancadas trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Mirar hacia la casa de los vecinos no es alentador. Brasil alcanzó en un día los 4.000 muertos por el virus. En el aplicado Chile el gobierno optó por el cierre de sus fronteras terrestres, marítimas y aéreas, además de tomar medidas adicionales para contener la propagación del virus. En Argentina el presidente Alberto Fernández sostuvo que el rebrote de casos de coronavirus responde al “relajamiento social” de la ciudadanía y avisó que podría endurecer las restricciones si suben los contagios. En Venezuela el alcalde del municipio de Sucre en el estado Yaracuy, evocando antiguos relatos de la Biblia, decidió marcar con un círculo rojo las casas de los enfermos del COVID-19, una acción que sus superiores consideraron discriminatoria y macabra.
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Los antivacunas, por su parte, parecen marchar contra el curso señalado por las autoridades y la ciencia, haciendo más confusa la dirección de la corriente. Con su resistencia generan remolinos en el agua en donde navegan las medidas sanitarias. Un miembro ilustre de este grupo, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quien dirige un país con más de 200.000 muertos durante la pandemia, alega que ya ha sido inoculado por el virus y se niega abiertamente a la vacunación. Otros ciudadanos, más egoístas y cautelosos, están esperando que se vacunen sus amigos y familiares para ver cuántos de ellos mueren al ser inyectados y así decidir, con base en las estadísticas de la morgue, si toman o no la decisión de hacerlo. En un extremo se encuentran los pesimistas que esperan la disminución gradual de la peste por causas distintas a la intervención médica y sanitaria, pues confían en que esta pandemia alcance los límites naturales establecidos para su propagación por una variedad de factores situados más allá del control de los humanos.
Muchos jóvenes, ajenos a las muertes y los riesgos de la epidemia, gozan, bailan y reescriben las escenas de un nuevo Decamerón. Mientras eso ocurre, la Luna hace un minucioso inventario de difuntos. Ello prefigura que a nuestra salida no encontraremos el denso bosque de nuestras amistades y lo que probablemente hallaremos será un paisaje lunar dejado por los espacios vacíos de los talados árboles del afecto. Quienes nos hemos encerrado en nuestras torres durante más de un año de pandemia esperamos, como los habitantes de una ciudad sitiada, el auxilio de los carruajes de la vacunación que al parecer vienen tirados por pesados bueyes hoy atascados en los densos arenales de un desierto cuya extensión parece infinita.