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Reflexiones postcovid-19

*Las opiniones expresadas en este espacio son responsabilidad de sus creadores y no reflejan la posición editorial de revistaentornos.com

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Por Gustavo Múnera Bohórquez.

Varias son las reflexiones que se derivan luego de pasar por la experiencia tremebunda de estar afectado de COVID-19. Ninguna de ellas agradable o siquiera recomendable, pues la desesperanza fue el denominador común en esta situación de vida.

Entender que ningún cuidado es suficiente para estar protegido de la infección contra el coranovirus, aunque se tomen todos los recaudos recomendados. Frecuentemente ocurren descuidos involuntarios quizá porque es antinatural permanecer veinticuatro horas al día con la guardia en alto, cual boxeador que se mantiene en pelea diaria con un contrincante invisible e inasible.

Ser poseído por un temor invencible una vez se sabe de la afección por coronavirus porque las cosas se puedan complicar con la muerte como desenlace. Tanta es la incertidumbre, que mirar el corto trayecto entre la cama y la puerta del cuarto me hacía imaginar el túnel del que hablan los moribundos, pero sin ninguna luz a final del mismo y con una gran angustia. Tal vez todo se originaba en que no quiero morirme por ahora dado que tengo planes de vida y vitalidad para llevarlos a cabo. Sería doloroso el truncamiento de un período fértil de mi quehacer personal, familiar y mi relación con mis amigos.

Soportar el aislamiento social es una experiencia miserable sin ninguna duda. No poder tocar a otros ni ser tocado es la muerte en vida. Recordé el castigo impuesto a un mafioso italiano que violó la omertá o ley del silencio. Los culiprontos propusieron lo fácil, matar al soplón. Pero, el jefe de jefes dijo, no hay que facilitarle las cosas a este individuo y profirió la sentencia: Sí había que asesinar, pero a quienes le hablaran a este preso indeseado, incluidos los empleados de la cárcel. Bueno, más o menos así de despreciado y con sentimientos de minusvalía llegué a sentirme como los leprosos en la Edad Media que debían llevar al cuello una campana para anunciar su paso y no contaminar.

Sentir un profundo desprecio de sí mismo porque por mi presencia otros pudieran contaminarse de COVID-19. Mirar de soslayo a la familia para detectar el más insignificante pestañeo que demostrase la presencia de la enfermedad en ellos, tal como regresan de la consulta con algún brujo quienes creen en estos personajes, desconfiando de todos. Encima, tener que callar esta ansiedad porque se supone que los mayores de la familia somos los encargados de ser fuertes y servir de soporte de los conocidos. Esa congoja se agrava porque a ciencia cierta se carece de cualquier control de la situación.

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Lidiar con la EPS (Empresa Prestadora de Salud) para que cumpla con sus compromisos de suministro de los medicamentos indicados por el médico tratante y que al final se hacen los oreja mocha, evadiendo su responsabilidad. No me suministraron el tratamiento ambulatorio y el mismo lo compré con recursos propios. Y ni se diga de la ARL (Administradora de Riegos Profesionales) renuente a admitir y pagar la incapacidad laboral como la enfermedad profesional que es el COVID-19 en los profesionales de la salud por el ejercicio de nuestro oficio. Las plataformas digitales para el diligenciamiento de la incapacidad no son otra cosa que laberintos inexpugnables ante los cuales cualquier esfuerzo por resolver la situación es vano. Y no se le ocurra alegrarse porque le hayan asignado una cita virtual con algún asesor porque eso es otra burla. Nunca vuelven a llamar.

Tener la convicción que la actual pandemia en este momento carece de un tratamiento específico y que pasará tiempo para que surjan medidas terapéuticas ciertas. Por eso toca de la manera más irracional confiar en una supuesta buena suerte que jamás se ha tenido y preguntarse por qué ahora sí tendremos ese estado de gracia que nos proteja de todo mal. Todavía peor, como médico estoy impedido para profesar una fe de carbonero porque esta es incierta. Cualquier persona en circunstancias distintas se agarraría en su desesperanza de fuerzas sobrenaturales y se sometería a tratamientos vernáculos de lo que da la tierra. Este es un gaje adverso porque como médico sé qué pasa en mi organismo y no caben consuelos, ni siquiera los bien intencionados.

Rumiar la impotencia de ver cómo el Gobierno colombiano en su infinita incapacidad y falta de carácter, con una sumisión a poderes extranacionales, no toma las decisiones oportunas para adquirir los nuevos medicamentos específicos contra COVID-19 que están por salir al mercado, así sea para probar. Rusia ha suscrito tratados de suministro de su antiviral avifavir con países latinoamericanos como Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Ecuador, Salvador, Guatemala y Honduras. Habría que preguntarse por qué Colombia no se halla en esa lista. Tampoco se sabe algo del medicamento estadounidense remdesivir. En fin, nada de nada. La vacuna anticovid-19 demora más, pero deben empezarse las diligencias no sea que las dosis iniciales que se produzcan tengan otros destinos y como siempre, nosotros en el vagón de cola.

Finalmente, saber con indescriptible certeza que la familia tendría que arreglárselas por muerte, sin nuestra presencia y sin dinero, pero ya uno no estará para compartir ese dolor.

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