Por Weildler Guerra Curvelo.*
Las variadas reacciones ante los casos de violaciones de niñas indígenas en Risaralda y el Guaviare son un reflejo crudo de la sociedad nacional. No solo debemos centrarnos en los soldados que cometieron los hechos sino en la sociedad de donde ellos emergen. Con frecuencia en las organizaciones estatales y en algunos medios de comunicación se transmiten deformaciones, prejuicios y estereotipos acerca de los pueblos indígenas.
Lo primero que algunos medios suelen hacer es establecer dos categorías opuestas: la de colombianos, en la que ellos se incluyen, y la de los indígenas. La primera corresponde a seres civilizados, guiados por las normas y por el principio del respeto a la dignidad humana. Se trata de seres reflexivos, apegados a la ciencia y a la razón, cuya institución matrimonial está sabiamente regulada y en donde no existe la sexualidad temprana. En la otra categoría se encuentran los indígenas, seres supersticiosos apegados a sus “usos y costumbres” entendidas como una repetición mecánica de prácticas sociales carentes de sentido y, por tanto, de explicación lógica. Son percibidos como gente que se resiste obstinadamente a la modernidad. En su mundo las mujeres se venden como mercancía, las niñas tienen una sexualidad precoz, por lo que es probable que en el caso de la niña embera haya existido consentimiento o por lo menos incitación.
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Acto seguido, en algunos medios radiales se apeló a la indignación general sobre los hechos para conducir a la audiencia gradualmente a una estigmatización de las jurisdicciones especiales indígenas. Estas son usualmente presentadas como ámbitos de la impunidad, cuyos operadores no deben conocer sobre casos graves y a la que es necesario limitar a una justicia de las pequeñas causas como los hurtos de gallinas y las trifulcas domésticas. La estrategia mediática quedo así en evidencia: se trata de añadirle opacidad a los hechos para desviar el tema y terminar enjuiciando no a los agresores sino a las víctimas.
Lo que estos sucesos nos revelan es que pese a los siglos transcurridos se mantienen con vigor las prevenciones y estereotipos del primer día de contacto en el siglo XV. Tal y como lo observaba Todorov en su obra La conquista de América: el problema del otro, el indígena sigue siendo visto en algunos ámbitos de poder económico y mediático como el otro exterior y lejano, extraños en sus lenguas y costumbres. Tan extranjeros que expulsados ya de la “colombianidad” se duda incluso “de la pertenencia común a una misma especie”.
En vano las organizaciones indígenas denuncian esta visión colonial y hacen explícitos los abusos contra sus pueblos y las expoliaciones territoriales en aras de poderosos intereses económicos. En vano generaciones de etnógrafos colombianos investigaron y plasmaron en sus obras la organización social, los sistemas normativos y las cosmologías de estos pueblos pues ese sentimiento de extrañeza radical acerca de ellos parece acrecentarse en la Colombia de hoy. Pese a tener al frente a estas sociedades amerindias durante siglos aún las desconocen y, lo que es peor, no desean conocerlas, pues prefieren observarlas a través de las gafas oscuras de la distorsión y perseverar en una ignorancia invencible y primordial.
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