La felicidad perdida de José Hernández Maestre

Por Fredy González Zubiría.

Se asegura que el hombre es más de donde se hace, que de donde nace. Es la historia de José Hernández Maestre, un personaje de gran arraigo en su tierra adoptiva que sus paisanos apodaron “El hijo de Patillal”. Nació en Barranquilla el cinco de septiembre de 1949, en el hogar de Pedro Hernández y Felicia Maestre. Recién cumplidos los cinco años de edad, la familia se radicó en Patillal, el pueblo de su madre.

Patillal, pueblo pequeño de grandes compositores, es una especie de nido musical enclavado en las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta. En aquella tierra bendita nacieron Rafael Escalona, Tobías Pumarejo, Fredy Molina y Edilberto Daza, cuatro gigantes del folclor que hoy iluminan los caminos que transitan quienes desean extender el legado.

José Hernández Maestre llevaba en sus genes el amor por el canto. Desde niño se acostumbró a improvisar en un pote de galletas, el cual utilizaba como caja vallenata mientras entonaba sus incipientes cantos. Ahora bien, no había nada que extrañar, pues, según el decir de los nativos, patillalero que ama el canto con el alma, se convierte, tarde o temprano, en compositor.

A través de la canción Nuestra vida, José Hernández Maestre quizás empieza a manifestar su inclinación por la corriente filosófica del existencialismo: «¿De dónde se viene, pa’ dónde se va? Eso es lo que tiene, un que pensar». Es posible que el compositor rigiera su vida por su íntima conciencia, que viera la vida como un periodo de tiempo muy corto, y la muerte como un destino inevitable.

A finales de los años setenta se enamoró profundamente de María Esther Peralta, una hermosa joven de Patillal. La veía como el amor de su vida. Le compuso El encargo, canción que grabaron Los hermanos Zuleta en 1982.

Por el tema de su autoría El hijo de Patillal, hoy un clásico de la música vallenata, la fama lo había abrazado. Era un hombre que prefería el anonimato, pero que se dejó arrastrar por aquella, tanto, que todos querían estar a su lado para parrandear. El trago parecía algo inevitable en su vida, pues lo encontraba en todas partes. Primero, los fines de semana y después en los días laborales. En el fondo, fue una avalancha de consumo de licor que no podía detener y que él tampoco se preocupaba por parar. Lentamente perdió el interés por el qué dirán. Licor, mujeres y parrandas se convirtieron en el quehacer de su vida diaria.

María Esther Peralta le reprochaba eso. En realidad, ella quería un hogar, no una parranda infinita, sin días ni noches. Además, después fueron apareciendo las noticias de sus otras novias que emergían de la clandestinidad, y entonces sintió que sobraba en su vida. Concluyó que lo mejor para su tranquilidad espiritual era acabar con la relación. José Hernández Maestre no lo esperaba; de manera que entró en las arenas movedizas de la depresión y empezó a entender que el mundo no giraba a su alrededor. El arrepentimiento, la nostalgia y la melancolía se apoderaron de su vida.

En los meses siguientes recapacitó hasta los límites del arrepentimiento, lo cual permitió que, sin saber cómo, aflorara una melodía en la que confesara sus errores. En verdad, clamaba por una nueva oportunidad. Demasiado tarde, porque nunca llegó. Quizás fue el folclor vallenato el único que se benefició de esa hermosa canción en la que él guardaba la esperanza de reconciliar con María Esther.

En la interpretación, Diomedes Díaz se apropió de tal manera de los sentimientos del autor que en un momento de éxtasis plasmó el pasaje principal de la canción como una súplica propia que abogaba en nombre del compositor: Hoy traigo el alma triste y arrepentida por mis errores, si tanto me quisiste vengo a pedirte que me perdones. Quedó para la historia del folclor uno de los momentos más afortunados de la interpretación vallenata.

FELICIDAD PERDIDA
(José Hernández Maestre)

Hoy vuelve mi mente a recordar
aquel cariño que tú me dabas,
es algo que no puedo evitar
hoy la nostalgia me parte el alma.

Sé que fue por culpa mía que te perdí
tengo que reconocer que eso es así. (Bis)
Fueron esas aventuras
que hoy no quiero recordarlas,
las que sembraron la duda
que te han puesto desconfiada.

Coro
Quisiera sentir
ese desespero que da el amor,
pa´ poder vivir
el ardiente fuego de tu pasión. (Bis)

Voy a tener paciencia
hasta que llegue el feliz momento,
que el tiempo te convenza
tú eres la causa de mi regreso.

Hoy soy yo quien tiene que insistir
y voy a hacerlo con gran altura,
porque tú te vas a decidir
bien convencida, firme y segura.

He venido a hablarte con sinceridad,
que amor como el tuyo no pude encontrar. (Bis)
La felicidad perdida
fui a buscarla en otro amor,
pero ella estaba escondida
en tu noble corazón. (Bis)

Hoy traigo el alma triste
y arrepentida por mis errores
si tanto me quisiste
vengo a pedirte que me perdones.

Quisiera sentir
ese desespero que da el amor,
pa´ poder vivir
el ardiente fuego de tu pasión. (Bis)

Felicidad perdida ganó el Festival de Compositores de San Juan en 1983 y, luego de grabada, fue éxito a nivel nacional. El compositor se enamoró nuevamente, una y otra vez, y los fracasos de amores se atropellaban uno tras otro. El licor y su desprendimiento por el futuro, quizás, fueron los motivos de su inestabilidad sentimental.

José Hernández Maestre se casó con Carmenza Mendoza Gutiérrez. De esa unión nació Néstor Andrés Hernández Mendoza. Con María Margot Mieles tuvo a José Eliécer y Carlos Andrés Hernández Mieles; con Liliana “La Popi” Martínez tuvo a Justo Pastor y Germán Danilo Hernández Martínez.

Por más de dos décadas, José Hernández trabajó como docente en diferentes colegios como el Parroquial, El Carmelo, Gimnasio del Norte, Enrique Pupo Martínez y Casimiro Raúl Maestre.

Pero, ¡oh, vida cruel!, el licor se adueñó nuevamente de su vida, ahora más seguido y de manera incontrolable. Su existencia estalló en mil pedazos y las relaciones que había cultivado con esfuerzos casi sobrehumanos decepcionaron a sus enamoradas. La mujer que llegaba a aproximársele con el amor a flor de piel, con el transcurrir del tiempo lo abandonaba, pues no soportaba su cada vez más marcada adicción al alcohol. El exceso de licor le había causado una enfermedad que lo carcomía de manera inexorable. La vida de bohemia le había derrotado las ansias de vivir.

Sus últimos meses fueron muy tristes, pues casi nadie lo visitaba. Sus amigos de parranda desaparecieron como por encanto, y las visitas a su casa se fueron extinguiendo. El tres de abril de 2004, en medio de una espantosa soledad, en una habitación de la casa de su madre, murió afectado por una cirrosis hepática, la cual había hecho estragos en su cuerpo hasta arrastrarlo hacia la nada.

«Murió en su ley», dijo uno de sus amigos. Los versos de la canción Nuestra vida, que marcaron su destino treinta años atrás, y que en esa época nadie entendió, quedaron en el tiempo como un testamento temprano.

«Quizás no vale la pena
sufrir amarguras y tormentos,
tantos acontecimientos
para tener que morir».

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