Por Abel Medina Sierra
El día resbala apresurado en el trajín de las clases. Árboles generosos en sombra palían un sol inclemente en la escuela indígena de Warawarao, zona rural de Maicao. Allí, esa comunidad una vez se selló, con intermediación delegada del comisario y general Francisco Pichón, el más importante pacto de paz en La Guajira, el que puso fin a la guerra entre las hordas bélicas del gran “Jefe de la sierra” José Dolores y el clan Epinayú de la Alta Guajira. También allí, brevemente se fijó la capital de la Comisaría de La Guajira según decreto 807 del 31 de agosto de 1911 según el historiador Marco Tulio Anichiarico (2015). Un año después, a través de la resolución 2 del 16 de enero del 2012, pasó San Antonio de Pancho a ser la capital de La Guajira.
Pocos lugareños tienen hoy memoria de tan emblemáticos hechos que ocurrieron en su territorio. Pero allí, entre sus aulas, la verde fronda de su patio y el fresco resuello de la laguna de Warawarao un joven delgado, que a veces parece ensimismado y distraído, teje el hilo de la historia universal en sus escritos, los que seguramente algún día, darán cuenta de calendas memorables para la comunidad.
Mientras la muchachada corre y agota fuerzas en los estrechos minutos del recreo, “Joaco”, como lo llaman todos, se aísla bajo un árbol, pliega un rugoso cuaderno y comienza una lidia con la escritura creativa. Un cuento de largo aliento lo apremia, un final espera por resolución, una trama clama progresión. Los demás estudiantes lo miran con curiosidad, quizás les parecer raro que un adolescente “desperdicie” un recreo para dedicarse a escribir y no precisamente tareas escolares.
Se llama Joaquín Eduardo Barros Jusayú, cursa octavo en la escuela de Warawarao y tiene 16 años. Su padre, Samuel Barros, un maestro de obra wayuu, su madre arijuna se llama Linda Pujol y se decida a preparar y vender suero y queso. “Joaco” explica, mientras se rasca la cabeza: “Yo nací en Venezuela el primero de febrero del dos mil nueve. No tengo oficialmente el apellido de mi mamá porque cuando a mí me presentaron, como mi mamá no es documentada en Colombia, a mí me presentó una señora que se llama Zaira Jusayú”.
Nació en el Hospital Adolfo Pozo de Maracaibo, pero casi toda su vida ha transcurrido en la zona rural de Maicao. Hoy alterna su vida entre Warawarao y Maicao. Estudió un tiempo en la sede Yulepu y luego pasó a la de Warawarao. Mis visitas como parte de mi trabajo a esta comunidad, me revelaron este joven estudiante que no ha estado exento que lo miren como “raro” y hubo quienes llegaron a pensar que era “especial”. Claro que lo es, porque su talento y creatividad es excepcional.
Mucho más me interesó porque vi en él, el reflejo de mi experiencia como escritor: Joaco nunca tuvo padres letrados, ninguna influencia familiar, ni había libros en su casa, tampoco hay biblioteca en la escuela donde cursa el grado octavo, nunca ha asistido a un taller literario. Sin embargo, un impulso interno, una seducción explosiva lo ató por siempre a las letras como único territorio de sus días de hogaño.