La obra fechada por la autora en 1879 además, descubre el espacio guajiro para la estética literaria y suscribe un referente para las visiones primarias del contexto intercultural del territorio ancestral de los wayuu.
Presentada como novela histórica para la época, lo que algunos críticos cuestionan desde el revisionismo posterior y la catalogación novelística que se ha venido construyendo como aporte al análisis del género narrativo, indicando que no reúne los aspectos que conciernen a este tipo de novelas. Según Kurt Spang en su ensayo Apuntes para una definición de la novela histórica en el segmento que se refiere a sus características básicas señala que entre el momento de creación y la época histórica que se relata debe haber trascurrido por los menos una generación (alrededor de 30 años). No obstante, esta es una discusión que subyace al carácter evolutivo del subgénero, y puede que en la época de la autora este intento de hiato entre historia y ficción la aproximen a la novela clásica histórica en su génesis.
Obedece a que la autora quiso fundamentar su diégesis en un episodio real acontecido en el último tercio del siglo XIX y que dio origen a un enfrentamiento civil entre los departamentos del Magdalena y la jurisdicción de Padilla, comandados respectivamente por los generales Louis Herrera y su antagonista Felipe Farías (L. H y F.F en la novela). Suma también las pinceladas históricas con que desde la narración se destaca la gesta del prócer guajiro José Prudencio Padilla, confirmando la disyuntiva del género planteada por José Ortega y Gasset: «No se deja al lector soñar tranquilo la novela, ni pensar rigurosamente la historia».
Este suceso sangriento, en el que los enfrentados aplicaron la táctica militar conocida como tierra quemada o arrasada, incendiando la ciudad, sobre lo que es preciso recordar que Riohacha fue varias veces sometida a este tipo de catástrofes a manos de corsarios, piratas y por acción de las guerras, de allí su adjetivación histórica de Fénix del Caribe. El enfrentamiento implicó a líderes y ciudadanos en edad de combatir al lado de las huestes locales, correspondiéndole a uno de ellos en particular protagonizar con su muerte el inicio del drama novelístico. Es entonces, la muerte del capitán Ali Silva, cabeza de una distinguida familia dedicada al comercio y cuya situación se transforma con ocasión de la guerra.
La familia Silva pierde a su mentor principal y las llamas consumen sus propiedades y el negocio, situación que afecta a la viuda y sus dos hijos. La procesión de dolor y desgracia de sus feudos tiene como oportunidad única el auxilio ofrecido por una comadre wayuu del esposo fallecido, quien en muestra de gratitud socorre y protege a la familia desguarnecida.
Este nudo temporal de 11 años en el que los hijos crecen y la viuda intenta recuperar su proyecto de vida, enfrenta el discurso de civilización y barbarie en el que el punto de vista intradiegético del narrador en episodios, interpreta el territorio, las costumbres, lo espiritual y la cultura como propios de pueblos salvajes, lectura que refleja los prejuicios de la élite intelectual decimonónica alinderada en la noción occidental de civilización.
La novela esconde profundas paradojas que se escapan a la formación literaria de la autora al describir por ejemplo la pobreza de los wayuu, el tipo de vivienda y el vestido que sin embargo, ofrecen su hospitalidad con un banquete de lujo. No obstante, la evidencia de dominio territorial, comercial y productivo de los nativos en su relación de trato y negocio con los “españoles” como denominaban a todos los no indígenas.
A la orilla de la laguna, debajo de un bosquecillo de palmeras, colocaron las Indias chinchorros, extendieron juncos en el suelo, acercaron algunas piedras, y en grandes totumas, ollas, cazuelas, unos pocos platos de loza y con poquísimos cubiertos de estaño y una que otra copa de cristal, sirvieron la abundante comida compuesta de muchos trozos asados de ternero y del sabroso ovejo goajiro, pescados, tortuga, muchos mariscos, ñames, ahuyamas, maíz tostado, panela, frutas, aguardiente, etc., y el más delicioso manjar para el goajiro, la insoportable e inmunda chicha de maíz mascada por la India más joven y bonita de la ranchería. (Herrera de Núñez, P. cap. VII pág. 54)
En 35 páginas y 10 capítulos breves se cuenta una historia cuyos personajes redondos y bien caracterizados cumplen su rol narrativo, completan su ciclo existencial y vital y cuyos conflictos se resuelven en el resarcimiento y la resiliencia. La edición conocida como la segunda, la realizó La Gobernación de La Guajira en el año 2007, contiene una amplia presentación firmada por Rolando Bastidas Cuello a manera de estudio sobre la obra, pero carece de datos que profundicen sobre la autora. La Biblioteca Nacional en el año 2017 incluyó a Un Asilo en La Goajira en la antología Varías Cuentistas Colombianas integrante de la colección de La Biblioteca Básica de Cultura Colombiana con el subtítulo de Priscila Herrera de Núñez y otras autoras, que da preeminencia a la narradora de origen guajiro; posteriormente en el año 2020 la Universidad del Norte publica la más reciente edición de la obra bajo la colección Roble Amarillo, prologada por Weilder Guerra Curvelo.
Los enfrentamientos claniles territoriales de finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX configuran un motivo literario que interesó a José Ramón Lanao Loaiza en Las Pampas escandalosas, a Antonio J. López en Los dolores de una raza y a la obra que nos atañe, significando el papel de la guerra como determinante de la vocación combativa y como medio para la defensa de la propiedad, el territorio, la honra y el dominio familiar.
Un Asilo en la Goajira sugiere de modo paródico y metafórico el espacio territorial como un refugio, al amparo de la barbarie de las guerras intestinas entre liberales y conservadores, el escenario donde contrabando es sinónimo de sustento para los nativos, acostumbrados a resistir las guerras ajenas, de aquellos civilizados que los acusan de barbaros y primitivos.