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Por Amylkar D. Acosta M. – Exministro de Minas y Energía y Miembro de número de la ACCE.
“Quienes más sufren en una crisis son quienes no jugaron ningún rol en crearla”. -Joseph Stiglitz
Colombia y el mundo han soportado este aciago año conturbado por cuenta del nuevo coronavirus SARS-CoV-2, que ha dejado tras de si una estela de muerte y desolación. La cifras son escalofriantes: 130’341.697 de contagiados por la COVID-19 en todo el mundo y 2’839.884 fallecidos, siendo EEUU, Brasil, México e India, en su orden, los países con el mayor número de víctimas fatales. La cuota de Colombia a tan dantesco cuadro no es menor: en momentos en los que se encamina por la pendiente hacia un tercer “pico” de contagiados, el acumulado de infectados recuperados y decesos se cifran, al corte del 2 de los corrientes, en 2’428.048 y 63.614, respectivamente. Según el director del Dane, Juan Daniel Oviedo, la COVID-19 se convirtió en la principal causa de muerte en Colombia en el 2020.
Las preexistencias a la pandemia, tanto en el orden económico como social, hicieron de Latinoamerica la región más vulnerable a sus devastadores efectos. Después de crecer durante el largo ciclo de precios altos de las materias primas (2003 – 2011) por encima del promedio de crecimiento de la economía global, en 2019 había ajustado cinco años con un anémico crecimiento, muy por debajo del ritmo de crecimiento del resto del mundo. De manera que el entorno de la economía colombiana, que venía rengueando los últimos años, creciendo por debajo del crecimiento potencial del PIB, no era ni es el mejor de cara a su recuperación que, según la CEPAL y el FMI será demasiado lenta.
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Según la previsión del Banco Mundial, después de la recesión del año pasado, que hundió la economía con una contracción del PIB del – 6.8%, tendremos un repunte este año de 5% que, de alcanzarlo, nos debemos dar por bien servidos, aunque dada la incertidumbre por la prolongación de la crisis pandémica dicho pronóstico es reservado. Tanto más en cuanto que el petróleo y el carbón, sus dos principales renglones de exportación y los principales jalonadores del crecimiento de la economía han perdido tracción y fuerza a consecuencia de la caida de la producción y los precios internacionales. Y de contera, el turismo, que venía posicionándose como el tercer renglón generador de divisas del país, ha sido el sector más golpeado por la actual crisis, estimándose una caida de ingresos del orden de los $20.1 billones en 2020 con respecto al 2019 y será este sector el último en terminar de reponerse y reactivarse a nivel mundial.
Las finanzas públicas que, desde antes de la pandemia, venían acusando un déficit estructural de no menos del 4%, que es la brecha entre la presión fiscal (recaudo/PIB) y el gasto público, del cual no menos del 85% es inflexible, se siguen deteriorando. El año anterior, según el Ministerio de Hacienda cerró con un déficit fiscal de – 7.8% del PIB, el cual, según su Plan financiero, se elevaría este año hasta el – 8.6%. Y de remate, según el estimativo del Banco Mundial, el endeudamiento público del país al cierre de 2021 se elevaría hasta el 70.4% del PIB (¡!), poniendo en calzas prietas la sostenibilidad fiscal de la Nación.
Las aulagas fiscales del Gobierno nacional han servido para justificar una reforma tributaria, disfrazada ahora con el rimbombante título de “solidaridad sostenible”, cuando en realidad estaba cantada desde el momento mismo en que se aprobó la anterior bajo el eufemismo de Ley de “crecimiento”, pues a resultas de esta se había abierto una tronera al recaudo de más de $10 billones por cuenta de la extensión y ampliación de los beneficios tributarios otorgados con largueza en la misma, mediante exenciones, deducciones, descuentos y exclusiones impositivas. Estas gabelas impositivas se han convertido en un pesado fardo para las finanzas del Estado, que ahora se pretende aligerar cargándole la mano sobre todo a la clase media vulnerable ampliando la base gravable del IVA.
Pero, definitivamente, como siempre ocurre, los que han llevado la peor parte de la actual crisis pandémica son los más vulnerables. Las cifras que acaba de revelar el director del Dane, Juan Daniel Oviedo, muestran el patetismo de sus estragos sociales: 1.6 millones de familias que al inicio de la pandemia consumían las tres comidas al día, hoy ya no tienen esa posibilidad. Los hogares que tenían acceso a las tres comidas al día en febrero de 2020 eran 7.11 millones, mientras que en febrero de 2021 fueron sólo 5.4 millones.
Según la misma fuente “vemos que 1.5 millones de hogares que antes comían tres comidas al día ahora están comiendo sólo dos veces, lo cual corresponde al 21.47% de esos hogares que antes consumían tres raciones al día”. Y, más grave aún, 92.214 familias pasaron de comer tres veces a un solo plato al día y otros 9.010 hogares no tendrían siquiera para una comida diaria. Lo más preocupante es que sus secuelas perdurarán por años y en muchos casos sus consecuencias serán irreversibles, sobre todo en tratándose de la niñez desnutrida. Esta es una verdadera tragedia humanitaria que reclama la acción pronta y eficaz del Gobierno, lo cual demanda más Estado y no menos Estado como lo plantean los talibanes del neoliberalismo secundados por el populismo de derecha.
Ello se explica en gran medida por la pérdida y/o precarización del ingreso y el empleo, dado que la tasa de desempleo, que ya venía in crescendo en la prepandemia, se elevó a niveles del 15.9%, la más alta desde el año 2000(¡!). Lo propio podemos decir de la pobreza que, después de 10 años de reducción se había revertido dicha tendencia a partir del año 2019, al pasar del 34.7% en 2018 al 35.7% en 2019 y ahora, según las proyecciones del investigador de Fedesarrollo, Jairo Nuñez, pudo haberse situado entre el 47% y el 49% en 2020, para un retroceso de 20 años (¡!). ¡Esta es una calamidad!