Nostalgia de Juancho Rois

Por: Alvaro Cuello Blanchar

Entre los fanáticos de la música vallenata ha sido recurrente el debate sobre quién es el mejor cantante, el mejor acordeonero o el mejor compositor. Suelen trenzarse en interminables discusiones en las que cada quien defiende a los de su gusto con elaborados argumentos y eruditas disertaciones, expuestas con el mismo rigor y el método que demanda la validación de una tesis científica. En el fondo, bajo el ropaje de esos malabarismos dialécticos, lo que queda al desnudo es una nostálgica deuda de gratitud con el autor o el intérprete de las canciones que los remiten de golpe a  momentos inolvidables de sus vidas. Por supuesto, sin que nadie lo afirme, todos saben que jamás llegarán a un consenso  y menos a una conclusión.

    Pues bien: si en uno de esos ejercicios de la comidilla folclórica, tan exquisitos como inútiles, se incluyera el nombre de Juancho Rois junto al de otros grandes acordeoneros, sin duda saldría bien librado. Más aún, a la luz de los criterios con los que se acostumbra  compararlos, si viviera podría decir sin falsas modestias lo mismo que dice Diomedes Díaz en  La rasquiñita, una de varias canciones de su autoría en las que con razón se echa flores a si mismo: “…yo no se si soy primero, yo no se si soy primero, pero segundo no soy…”

   Lo que si es cierto es que Juancho es diferente a los demás y eso lo ha convertido en un acordeonero de culto. Desde su temprana desaparición a los 36 años, el 21 de noviembre de 1994, ha venido aumentando sin cesar el prestigio de su música. Expertos y profanos coinciden en resaltar la naturaleza innovadora, el talante original y el espíritu creativo de su arte. Eso explica porqué, a mas de cinco lustros de su muerte, la mayoría de sus colegas jóvenes – y algunos que no lo son tanto –  quieren parecerse a él, incluidos los de la nueva ola. Unos pocos, al amparo de ser los seguidores naturales de su escuela, otros, fusilando descaradamente sus creaciones, y la mayoría, imitando su estilo sin pudor. Todos quieren tocar el acordeón como él.

   Este singular hecho es, en si mismo, argumento suficiente para ponerle punto final a las polémicas bizantinas de los discutidores folclóricos.

   No obstante, reducirlo a ese entorno un tanto frívolo equivaldría a banalizar, peor aún,  a devaluar la obra y el legado de Juancho Rois. En realidad, si quienes comienzan a formarse y aun los ya consolidados lo consideran fuente de inspiración y modelo, es porque le dan a su música un valor y un reconocimiento que no ha recibido la de ningún otro acordeonero en la actualidad. También se lo dieron desde sus inicios y de igual manera los aficionados rasos y, con mayor razón, quienes rebasan ese nivel primario de deleite o conocimiento musical. Y es esa apreciación, en la que tantos coinciden, la que justamente lo ha  convertido en ícono y referente obligatorio del vallenato contemporáneo.     

Su vigencia indiscutida, por tanto, más que sorprendente resulta lógica. Pudiera pensarse que algo tiene que ver en ello el hecho de que la mayor parte de su trayectoria musical y de sus grabaciones las hizo al lado de Jorge Oñate y Diomedes Díaz, lejos los dos más grandes cantores de la historia del vallenato. Y así es, sin duda. Pero no menos cierto es que ellos alcanzaron con los acordes de su acordeón el punto más alto de su canto y coronaron la cima de sus carreras. De modo que fue una simbiosis virtuosa, con influencias de doble vía, en la que Juancho Rois alcanzó su propia relevancia – equiparable a la de El jilguero y El cacique, guardadas las proporciones –por su talento insuperable para interpretar el acordeón y el arreglo de las canciones. No de otra manera puede explicarse que habiéndole sobrevivido ambos más de dos décadas y publicado muchos trabajos más con otros acordeoneros, la música que hicieron con Juancho Rois siguiera sonando al tiempo en las estaciones de radio. Como ocurre hoy, que no solo sigue sonando si no que la interpretan por todas partes.

  En este inusual fenómeno, que despierta admiración y elogios por doquier, son muchas las variables que concurren. Pero puede entenderse bien con solo recordar que ya en su época de acordeonero activo, en pleno proceso de madurez artística, Juancho logró forjar su público propio – distinto al de sus cantantes de turno-,  seguidores exclusivos que compraban los discos o asistían a las presentaciones para verlo por su forma vigorosa y bella  de tocar. Ahora bien: tal distinción era connatural a los acordeoneros del pasado, precursores de la modernidad del vallenato. En  la actualidad, sin embargo, es poco menos que una hazaña, sobre todo desde cuando se incorporó al género la figura del cantante y éstos comenzaron a ser las estrellas indiscutidas de los conjuntos y aquellos apenas protagonistas secundarios.

     En Juancho Rois confluían, en perfecto equilibrio, el talento creador y la técnica impecable, atributos que raras veces armonizan en sus justas proporciones en un artista. Menos aún entre los populares que, por lo general, carecen de formación académica. En su caso, incorporó a lo innato un alto nivel de calidad interpretativa, que alcanzó a forjar al tenor de la férrea disciplina que observó a lo largo de su proceso de formación y luego en su ejercicio profesional, al margen de la parranda y el jolgorio a los que siempre han sido tan proclives los intérpretes de la música vallenata.

  A propósito, sus familiares y amigos cercanos no lo recuerdan de niño en los juegos y travesuras propias de esa edad, sino entregado en forma obsesiva a la práctica de su instrumento, al punto que el incordio de su eterno sonsonete de aprendiz desesperaba a todos en la casa y los mayores se veían obligados a confinarlo en algún rincón del patio para poder conversar. Igual  se comportó siendo ya un acordeonero reconocido y consagrado. Purito Canova, su padre de crianza, cuenta asombrado que llegaba de las presentaciones y se ponía a practicar los nuevos pases que había creado,  a cualquier hora y en cualquier sitio, con una dedicación que a sus propios compañeros les parecía desvarío, aunque para él solo era un hábito creativo de descanso. Y salvo muy contadas y especiales ocasiones, nunca probaba licor durante sus compromisos, ni en fiestas privadas o agasajos íntimos,  pues le tenía aversión a la bebida.

      Esa dedicación ejemplar fue la que le permitió a Juancho Rois alcanzar el nivel que distingue a los grandes músicos y ser un extraordinario acordeonero, diferente a los demás.

  Es mucha la riqueza que se puede explorar en su gesta creadora. Desde un punto de vista general la suya es una obra redonda, sin altibajos ni fisuras, sin rellenos, con el mismo nivel de calidad desde sus inicios hasta al final de su vida. De modo que a todas las canciones que interpretó – paseos o merengues, lentas o rápidas-  les imprimió un sello distintivo: la belleza inigualable de las melodías con que las adornó. Algunas de sus introducciones y de sus interludios – muchos, sería mejor decir- hacen parte con honores de los más hermosos, inolvidables e imprescindibles del cancionero vallenato. Piénsese, por ejemplo, en Gaviota herida o en Mi primera cana. Con razón dicen, quienes tuvieron el privilegio de conocer los intríngulis de la producción de sus trabajos, que algunas canciones flojas de letra y melodía alcanzaron el éxito por sus arreglos

  Buena parte de su música también está impregnada de un espíritu festivo. Como ninguna otra en el vallenato – quizás la del Binomio de Oro, en su mejor época- la suya invita a la fiesta y el jolgorio, incita a salir a la pista de baile, tal como los géneros en los cuales el repertorio de canciones se arma con esa única intención. Abundan los testimonios audiovisuales de sus presentaciones en vivo en los que se ven multitudes eufóricas bailando al compás de sus notas alegres, “..muy lindas y acentuadas..”, en palabras del propio Diomedes.

  Un campo en el que sentó cátedra y en el que fue y sigue siendo insuperable es el de los solos de acordeón. Son pocos los acordeoneros que se han animado a este ejercicio que requiere de una gran destreza en la digitación y una técnica impecable, amén de mucha creatividad. Emiliano Zuleta e Israel Romero, lo hicieron en algún momento. Juancho Rois no perdía ocasión de ejecutarlos, sobre todo en los paseos rápidos. Tiene en su haber más de una docena de solos memorables – El mejoral y María Esther, por vía de ejemplo- que hoy son como una especie de prueba que deben superar los aprendices para ser considerados acordeoneros de verdad. Mención especial merece el solo de Parranda, ron y mujer, cuya interpretación completa y sin equivocaciones hoy se ha convertido en el acta de grado que exhiben los que están en tránsito de dar el salto al profesionalismo.

  Quien se de a la tarea de escuchar con atención las canciones que grabó notará que en el trasfondo de casi todas, acompañando a manera de coro la voz del cantante, el acordeón entona la misma melodía. Y que en los arreglos, dos acordeones diferentes interpretan a un tiempo los mismos acordes, al mejor estilo de las primera y segunda trompeta en una orquesta típica. En el vallenato ese ingenioso recurso – doblaje, se le dice en el argot musical – produce el efecto de un sonido más complejo y profundo, distinto a la sencillez melódica del conjunto tradicional. Induce a imaginar, incluso, un grupo instrumental de mayor tamaño. Juancho utilizaba esa técnica de manera recurrente y con notable maestría para imprimirle una sonoridad única a sus grabaciones, marca personal de su música y de paso exigente reto a sus excepcionales condiciones de arreglista. Canciones inolvidables en las que eso se puede apreciar, entre muchas otras,  son Lloraré, Canta conmigo y La primera piedra. De esta última habría que decir sin exagerar que sus extraordinarios arreglos remiten mas a una orquestación sinfónica que a un acordeón doblado. Es una obra maestra en ritmo lento, que en el vallenato da pie con frecuencia a sonsonetes monocordes.   

                           

  En 1991, cuando Diomedes ya se había convertido en leyenda y él era su acordeonero, se le dio por inscribirse y concursar en el  festival vallenato convencido de que sería el rey de ese año. No lo fue. El jurado, entre cuyos miembros más de uno tenía razones para sentir celos de su arte, lo descalificó so pretexto de que su forma de tocar se apartaba de la tradición y, en consecuencia, no era vallenato.  A la postre resultó ganador Julián Rojas, quien curiosamente hizo su presentación con un acordeón prestado por el mismo Juancho. Pero en las cuentas de la historia, en el juicio implacable del tiempo, quien finalmente terminó perdiendo fue el festival.

  Como compositor no le alcanzó la vida: quedó a medio camino de consolidar una obra similar a la de sus contemporáneos, la generación de oro de la que son insignias Calderón, Manjarres y Rosendo para solo mencionar a tres. Pero dejó un puñado de bonitas y melodiosas composiciones, verbigracia,  Porqué razón, Quereme y Dejala, que todavía se escuchan.

  En vida, eso si,  alcanzó a disfrutar los privilegios del éxito, los halagos de la fama y el reconocimiento a su trabajo. Pero el destino le tenía deparado un reconocimiento mayor después de su muerte: el título de clásico, que otorga el paso del tiempo a quienes trascienden lo efímero, a los maestros, a la selecta minoría de los verdaderamente grandes. Eso fue, en esencia, Juancho Rois: un grande de la música popular, el  mejor acordeonero de la historia del vallenato.

   

 

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