Desde Riohacha a Valledupar, brindo un homenaje a mi amiga, la maestra Rita Fernández Padilla, en ocasión del lanzamiento de la nueva versión del clásico vallenato Sombra perdida por Peter Manjarrés.
Por Fredy González Zubiría.
En 1912, el pasatiempo preferido de los vecinos de Santa Marta era contemplar los inmensos barcos que fondeaban en el puerto. En esta ocasión, la familia Padilla esperaba emocionada lo que el vapor Sixaola, llegado de los Estados Unidos, traía en sus bodegas: el regalo de quince años de su primogénita.
El potente rugido que despedía el pito del descomunal barco, estremecía puertas y ventanas de la pequeña ciudad. El Sixaola apenas cumplía su primer aniversario en el mar y prestaba sus servicios a los viajeros entre el Caribe y Norteamérica, al igual que a grandes compañías como la United Fruit Company.
Josefa María Padilla Melo disfrutaba la alegría de su hija María del Socorro, quien, acompañada de vecinitos del barrio y compañeras del colegio, observaba la colosal grúa que bajaba con lentitud: un robusto guacal de madera. Cuando la madre de la muchacha advirtió que ahí venía el piano, los jóvenes saltaron y gritaron de alegría.
Esos instantes quedarían por siempre estampados en los recuerdos de María del Socorro, y años después se los narraría a una de sus hijas, Rita Fernández Padilla, quien a los cuatro años de edad tomaría sus primeras clases en ese piano, un Steinway & Sons, fabricado en Nueva York.
María del Socorro Padilla era samaria; su padre José Leandro Padilla Illidge, con ascendencia en Riohacha, había fallecido cuando apenas cumplió cinco años de edad. La joven se convirtió en una gran ejecutante de piano, bajo la orientación de un profesor alemán que la llamaba «mi alumna de las manos de seda».
María del Socorro contrajo matrimonio con Antonio María Fernández Daza, un industrial y químico, oriundo de San Juan del Cesar, Guajira, dueño de una fábrica de jabón y gran aficionado a la música. Ejecutaba la guitarra, el tiple, la bandola y el acordeón piano; además, coleccionaba instrumentos musicales adquiridos a los marinos de la ciudad.
De esa manera, para los hijos de la pareja Fernández Padilla, Rafael, Margarita, Juan Carlos, María Clara y Rita, el aprendizaje musical no fue una opción, sino una obligación. Todos debían pasar por el piano y luego tomar el instrumento de su preferencia.
El vallenato
La música que se escuchaba en casa de los Fernández Padilla era clásica o popular europea, como valses, mazurcas; y melodías del interior del país, como pasillos y bambucos. El vallenato era extraño a ellos, y mencionarlo no distaba de una herejía. Rita Fernández Padilla lo tenía claro.
La aprendiz tomó clases de piano; primero con su madre y luego con las profesoras Julia Bermúdez y María Luisa Flores. Posteriormente, ingresó a la Escuela de Bellas Artes de Santa Marta, donde definió su inclinación musical. El colegio La Presentación, de Santa Marta, lugar de confluencia de estudiantes de diferentes puntos de la región, fue el escenario donde Rita Fernández Padilla tuvo contacto con los sabores musicales del Caribe Colombiano, especialmente de los hoy departamentos de La Guajira y Cesar.
Allí se hizo amiga de Lupe Romero, de Riohacha; Hildegar Ovalle Cabas, de Villanueva; Betty Pumarejo, de Valledupar; y otras compañeras de San Juan y Fonseca que formaban una algarabía con su música vallenata y escuchaban a Luis Enrique Martínez, Abel Antonio Villa y Alejandro Durán. Rita admiraba la alegría y el sentimiento con que sus compañeras entonaban esas melodías que parecían enloquecerlas, pues perdían la prudencia y el buen juicio. Incluso, se sorprendía del apego a ese folclor, existiendo tantos ritmos musicales.
A inicios de los años sesenta, Beatriz Gutiérrez Bermúdez invitó a Margarita Fernández Padilla a pasar vacaciones en Valledupar. Rita se unió al paseo de su hermana sin ser invitada, se fue «colada». Su padre Antonio María Fernández Daza, empezó a sospechar que algo estaba mal ¿Por qué Valledupar? ¿Por qué no Bogotá o Medellín? ¿Se estaban contaminando sus hijas? Se opuso tajantemente al misterioso viaje, hasta cuando su esposa y sus hijas le fueron refutando las excusas que había inventado como cortina de humo que ocultaba su única razón: la música vallenata.
Los temores de don Antonio eran fundados. En Valledupar, a los pocos días, las jóvenes conocieron a algunos de los muchachos de la pequeña ciudad: Gustavo Gutiérrez, Santander Durán Escalona y Fredy Molina, quienes tenían grupos musicales vallenatos y hacían presentaciones en reuniones, fiestas y parrandas. Quedó maravillada. Al participar en aquellas juergas, Rita Fernández Padilla fue atrapada en un mágico encantamiento que la acompañaría por el resto de sus días. El oxígeno que comenzó a respirar en Valledupar era el que su vida necesitaba.
Los temores de Antonio María Fernández Daza se hicieron realidad. Al día siguiente de su regreso de Valledupar, sorprendió a Rita con un acordeón piano en sus manos. El instrumento formaba parte de su colección y durante meses estuvo colgado sin despertar ningún interés en la casa; pero, ahora estaba en los brazos de su hija.
El padre la enfrentó preguntándole por qué había dado un giro en su formación y gusto musical. Rita guardó silencio. Siendo estudiante de colegio compuso su primera melodía, Romance Vallenato; su primo, Alonso Fernández Oñate, le escribió la letra. La canción fue producto de la carga de afectividad y cariño que recibió en Valledupar, y de la germinación de ese sentimiento por el folclor vallenato.
Al comenzar 1968, cuando se anunció la creación del Festival Vallenato, Rita Fernández se propuso participar. Tuvo la iniciativa de formar un grupo vallenato femenino, algo singular y extraño en aquellos tiempos. Acudió, entonces, a compañeras de estudios de música, a las que convenció sin dificultades. Un año después nació en Santa Marta Las Universitarias, primer grupo femenino de música vallenata. Ensayaron todos los días, montaron canciones y al mes gritaron en coro: ¡Vamos al festival!
Con el apoyo del gobernador del Magdalena, Sabas Socarrás Sánchez, hermano de padre del legendario Tite Socarrás, Las Universitarias se convirtió en la primera agrupación femenina que se presentó en el Festival de la Leyenda Vallenata. Rita se había salido con la suya.
Las Universitarias lo integraban Rita Fernández Padilla, líder y ejecutante del acordeón; Carmen Mejía Barros, originaria de Riohacha, cantante y voz líder; Lucy Serrano Brugés, de ascendencia cienaguera, quien tocaba la tumbadora; Miriam Serrano Ceballos, de ascendencia riohachera, era la encargada del cencerro; Carmen Elena Parodi, con ascendencia en Fonseca, hacía coro y tocaba la guacharaca; Lourdes Cuello Montero, de padre samario y madre valduparense, tocaba la caja; y Bety Nobman, de raíces alemanas, meneaba las maracas y el guache. El nombre del grupo fue puesto en alusión a Bety y Carmen Elena, quienes para ese año iniciaban sus estudios universitarios.
El público quedó fascinado ante aquella novedad. Entre los asistentes al espectáculo se encontraba el productor de la famosa cantante Claudia de Colombia, Santander Díaz, quien les propuso que grabaran un disco. La alegría fue total. Al año siguiente fue lanzado el primer disco de Las Universitarias con el sello de Discos Bambuco.
La acogida que tuvo el tema Romance Vallenato, considerado por la autora como un himno de amor, originó una demanda de canciones por parte de los grupos musicales. Rita creó melodías en ritmos como la cumbia, entre las que se destaca Aquella noche sin luz, grabada
por la orquesta samaria Los hermanos Martelo.
En 1972 se estableció en Valledupar, y en los años siguientes grabaría dos discos más al lado de Raquel Maestre y Cecilia Mesa Reales. Esta última, cantante y acordeonera, con quien entablaría de por vida una gran amistad. El mayor éxito de Rita, Cecilia y Raquel fue No digas que no te quiero, de Octavio Daza.
El amor llega a su puerta, semilla de clásicos
A la joven pionera de la música vallenata nunca le faltaron enamorados. Bonita, educada, alegre, trabajadora y dueña de un gran talento, pretendientes de diferente clase, profesión, raza y edades, la merodeaban, asediaban y ofrecían propuestas de amor.
El elegido fue un médico bogotano, que residía en Valledupar, de quien se enamoró perdidamente. Sus finos modales, su léxico exquisito, sus atenciones desbordadas, su prestigio entre los colegas, su divorcio en curso y, sobre todo, su seriedad, hicieron germinar en ella un gran amor.
De repente, aparecieron los planes para su futuro, pues el matrimonio era el inevitable destino de la pareja de enamorados.
Él hablaba con tal seguridad que la hacía sentir protegida frente a los avatares de la vida. Lo admiraba y veía como una inmensa montaña en la cual podría refugiarse sin importar los vaivenes de la existencia. Él le aseguraba que sus sentimientos eran reales, y sinceras sus palabras.
Sin embargo, Rita ignoraba que el amor, a veces, es un espejismo; que el amor no tiene ojos, ni oídos; que el amor provoca que los sentimientos suplanten nuestros sentidos físicos y hace que veamos lo que no existe, y escuchemos lo que no suena. Meses después -a
sus espaldas- el médico se reconcilió con su esposa y fijó fecha para su regreso a Bogotá.
La decepción fue brutal. Su castillo de hadas se convirtió en uno de naipes que no soportó la suave brisa. La compacta montaña de tierra fuerte y roca que vio en él, se desmoronó al igual que un balde de agua esparce una pila de arena por el piso. Su alma enamorada, ahora ofendida y rebelada, emanó un inmenso sentimiento de inconformidad que se cristalizó en la metáfora más dura de la historia del vallenato, envuelta en una elegante y delicada melodía.
La canción, desencadenada por un terrible dolor, guardó bajo figuras literarias sus dolorosos motivos. Fue un secreto escondido en su letra por muchos años, Tierra blanda, grabada por Jorge Oñate con el acordeón de Raúl Chiche Martínez, en 1979.
TIERRA BLANDA
(RITA FERNÁNDEZ PADILLA)
Una fuerte montaña era como tú
al comenzar el tiempo
pero pronto el invierno todo lo arrasó
solo queda una historia.
Una historia de amor
que me demostró qué frágil, eras tierra,
tierra blanda y liviana
y yo que creía tener mi montaña. (Bis)
Ahora que vuelva el invierno
cantará mi río
y se sentirá en la sierra
que tu amor fue frío.
En la tierra blanda quedan
perdidos recuerdos
que fueron una montaña,
desaparecieron. (Bis)
El amor que comienza
se eleva a la altura del sol y del cielo,
y cuando es verdadero
el viento que sopla lo baja hasta el suelo.
Cayó un fuerte aguacero
no lo resistió mi débil montaña
y así quiere que sienta
que su corazón todavía es sincero.
Yo recorreré caminos
buscaré el olvido
atravesaré montañas
subiré a la sierra.
Dejaré la tierra blanda
cambiaré mis penas.
Me enamoraré del Valle
que es mi tierra buena. (Bis)
El reclamo del galeno no se hizo esperar. Primero, molesto y digno, negó los hechos. Luego, en las semanas siguientes, las llamadas llegaron rellenas de cariño y condimentadas con palabras bonitas: nuevo cortejo. Demasiado tarde, pues Rita Fernández Padilla ya había confinado la relación en un baúl de recuerdos, y la respuesta al recurso de reposición impetrado por el médico fue darle doble vuelta al seguro y arrojar la llave en un florero que se perdió con el tiempo: Sombra Perdida, grabada por Rafael Orozco e Israel Romero, el Binomio de Oro en 1980.
SOMBRA PERDIDA
(RITA FERNÁNDEZ PADILLA)
¿Qué fuiste tú para mí?
Un grito que se ahogó en la distancia,
un sol que murió con la tarde,
un cielo colmado de estrellas
en noches veraneras fuiste tú para mí.
Tú fuiste el ave de paso
que vino a posar en mi vida.
Hoy solo eres sombra perdida
vagando en recuerdos de ayer. (Bis)
Coro
Hoy solo eres sombra de mi vida
y las sombras pasan y se olvidan. (Bis)
Un cielo colmado de estrellas
en noches veraneras fuiste tú para mí.
Tú fuiste el ave de paso
que vino a posar en mi vida.
Hoy solo eres sombra perdida
vagando en recuerdos de ayer.
¿Quién tú serás al volver?
Hoy quieres regresar a mi vida
diciéndome cosas bonitas.
Hoy quieres que alumbre la luna
como en aquellas noches
nuestro amor alumbró.
Prefiero sentir ya tu ausencia,
saber que no estás en mi vida.
Hoy solo eres sombra perdida,
vagando en recuerdos de ayer. (Bis)
Coro
Hoy solo eres sombra de mi vida
y las sombras pasan y se olvidan. (Bis)
La experiencia de ese amor le enseñó la necesidad de escrutar las relaciones antes de dar el paso definitivo. Rita Fernández, a la fecha, ha cancelado siete planes de matrimonios con siete pretendientes distintos. Al llegar a la penúltima estación, antes de la recta final al altar, se ha bajado discretamente del tren. Motivos diferentes: hombres celosos y compulsivos; otros, egoístas que pretendían que renunciara a su arte; algunos, interesados que buscaban una mujer trabajadora para vivir subsidiados. Y hubo también incompatibilidades éticas. Con los años, descubrió que la vida de matrimonio no era para ella.
El éxito arrollador de Sombra Perdida convirtió a Rita en una estrella nacional. Era famosa en todo el país y lejos de sus fronteras. Le han grabado importantes orquestas como Fruko y sus tesos, Gabriel Romero, La Billo’s Caracas Boys y Los Melódicos.
Su padre, Antonio María Fernández Daza, antes de fallecer, alcanzó a sentirle el gusto a la música de su hija. Rita está orgullosa de la decisión tomada en su juventud. Lleva cuarenta años como la más importante compositora de la música vallenata, y no hay en sus alrededores quien le ponga en duda ese título.
El Steinway & Sons, el piano que recibió su madre para sus quince años esa tarde de 1912 en Santa Marta, lo conserva como un tesoro. En sus teclas compuso el Himno de Valledupar. El barco Sixaola que lo trajo, fue hundido en 1942 por un submarino alemán frente a las costas de Panamá, en la guerra del Caribe ordenada por Adolfo Hitler.
Luego de un silencio reflexivo concluye:
—Los hombres que me han querido de verdad, yo les he ofrecido un amor distinto, un amor de amiga.
Deja escapar una pequeña sonrisa de cortesía y regresa al silencio…
Un silencio que dice muchas cosas.
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