Por Weildler Guerra Curvelo.*
Afirma Tzvetan Todorov, en su obra La Conquista de América: el problema del otro, que el encuentro entre europeos y americanos es el más asombroso de la historia de la humanidad. Como los europeos tenían alguna idea de los demás continentes, es en América en donde se hace manifiesta esa extrañeza radical frente a la población amerindia que en el caso extremo llevó a desconocer la pertenencia común a una misma especie. Esa extrañeza parece aflorar en Colombia con las violaciones de niñas indígenas por parte de soldados en Risaralda y en el Guaviare. No solo debemos centrarnos en quienes cometieron los hechos sino en la sociedad de donde ellos provienen y en la forma en que se alimenta la imagen del indígena como el Otro salvaje.
Cuando se presentan hechos como los mencionados, lo primero que algunos medios radiales suelen hacer es establecer dos categorías opuestas: la de colombianos, en la que ellos se incluyen, y la de los indígenas. La primera corresponde a seres civilizados, guiados por las normas y por el respeto a la dignidad humana. Se trata de ciudadanos reflexivos, apegados a la ciencia y a la razón, cuya institución matrimonial se guía por el altruismo desinteresado y en donde no existen abusos ni sexualidad temprana. En la otra categoría se encuentran los indígenas, seres supersticiosos apegados a una repetición mecánica de prácticas y creencias, gentes que se resisten obstinadamente a la modernidad. En su mundo las mujeres se venden como mercancía y los infantes tienen una sexualidad precoz. Esto ambienta y justifica la idea de que, en el caso de la niña embera, pudo haber existido consentimiento o, como mínimo, una connatural incitación.
Una vez dada la indignación general, los comentarios apuntaron a una estigmatización de la jurisdicción especial indígena. Esta es usualmente presentada como el reino de la impunidad, cuyos operadores no deben conocer sobre casos graves y que es necesario reducir a una justicia de las pequeñas causas como los hurtos de gallinas y las trifulcas domésticas. La estrategia mediática queda así en evidencia: se trata siempre de añadirle opacidad a los hechos y a los otros para desviar el tema y terminar enjuiciando no a los agresores sino a las víctimas.
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El indígena sigue siendo visto en algunos ámbitos institucionales y en los medios como el otro exterior y lejano. Tan extraños en su lengua y en sus instituciones sociales que pueden ser clasificados como auténticos extranjeros que merecen ser expulsados del ámbito civilizado de la “colombianidad”.
En vano las organizaciones indígenas denuncian esta visión colonial y hacen explícitos los abusos contra sus pueblos y las expoliaciones territoriales en beneficio de poderosos intereses económicos. En vano generaciones de antropólogos colombianos investigaron y describieron en sus obras la organización social, los sistemas normativos y las cosmologías de estos pueblos, pues ese sentimiento de extrañeza radical se acrecienta en la Colombia actual. La verdad es que hoy pocos ciudadanos leen etnografías en el país. Pese a tener al frente durante siglos a estas sociedades amerindias, aún las desconocen y, lo que es peor, no desean conocerlas, pues prefieren observarlas a través del lente oscuro de la distorsión y perseverar en una ignorancia invencible y primordial.
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