Por Weildler Guerra Curvelo*
La cercanía del 12 de octubre despierta recurrentemente en los países hispanoamericanos emociones intensas y encontradas. Durante siglos se celebró esta fecha resaltando las aportaciones hispánicas en materia de instituciones, religión y lengua como si América fuese un lienzo en blanco, como si sus sociedades no tuviesen sus propias instituciones e historias.
Hace pocos meses el presidente de México Andrés Manuel López Obrador envió una carta al rey Felipe VI para que España pidiese perdón a los pueblos originarios de México por la Conquista que en dicho país empezó en 1521. Quienes apoyan esta actitud recuerdan el exterminio de la población indígena de las Antillas, la destrucción de las altas culturas indígenas de Cusco y Tenochtitlán y la imposición del cristianismo. De esta manera oscilamos entre la hispanofilia acrítica y la leyenda negra sobre España, entre la apología y la permanente indignación contra los ciudadanos españoles actuales. Ante estos extremos propongo la reflexión serena acerca de lo que significo esta fecha en la historia universal.
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El arribo de Colón en 1492 proveyó a la naciente Europa con el espacio material y simbólico necesario para establecer la imagen del Otro salvaje (Trouillot, 1992). Sin embargo, fue en el Caribe en donde se inició una sistemática destrucción de ese Otro representado en los diversos grupos Caribes y Arawak que fueron objeto de un completo genocidio. El nombre Caribe con el que designó a un mar y, en consecuencia, a una vasta región de América, fue acuñado por el propio Cristóbal Colón quien llamó Caribata a aquella porción de La Española en donde vivían los indígenas que la habían hablado de otros nativos feroces de los cuales sentían gran temor. A estos les llamaban caniba o cariba (Bell, 2006). Es digno de resaltar como a los Caníba se les atribuyen rasgos físicos propios de seres no humanos al igual que a los cíclopes que Homero menciona en el canto noveno de la Odisea. Colon, relativamente escéptico respecto de lo que le informan los indígenas, percibe estas descripciones a través de la lectura no menos fantástica de la obra de Marco Polo y de la mitología medieval.
Como lo ha afirmado la norteamericana Lucy Blaney en su ensayo Colòn y el Canibal(2008) la imagen de los caníbales indígenas sirvió para legitimar y apoyar el discurso moral que España empleó para justificar la invasión y destrucción de las Indias y a la vez personifica la angustia y el miedo del colonizador
Los procesos de contacto tuvieron diversos resultados sociales y dependieron tanto de las características culturales de los pueblos conquistados como de las condiciones geográficas y de la naturaleza misma. Las memorias que sobre ello tengan los tule, los wayuu o los warao pueden ser diversas, complejas y contradictorias, pero casi siempre tienen un común denominador: en sus repertorios míticos siempre hay un lugar para el hombre blanco, pues la creación de los indios por un demiurgo hacía también necesaria la creación de los no indios.
Tal y como lo ha dicho Tzvetan Todorov en su obra La conquista de América: el problema del otro, no disponemos de la visión de los indígenas de ese entonces acerca de su impresión del contacto inicial ni de su visión sobre sus otros, ya fuesen europeos u otros indios. Siempre se ha visto esta historia a través de los ojos y de las palabras de los occidentales, por lo que la historia que rememoramos es la historia de la sociedad europea en América.
De hecho, el propio término “indio” para referirse a los habitantes ancestrales de este continente es una construcción colonial aún vigente en la que estos son percibidos, pese a su notoria diversidad, como estáticos, inferiores y homogéneos.
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En su libro La invención de América, el mexicano Edmundo O’Gorman señala que este continente es una invención del pensamiento occidental. Por ello hay que reconstruir la historia no del “descubrimiento de América” sino de la idea de que América había sido descubierta. En el proyecto de Colón, América como tal no existe, es imprevista e imprevisible. El Almirante está convencido de hallarse en una península de Asia y no en una isla del Caribe. Cuando los Taínos le hablan de los feroces Caniba como devoradores de hombres lo considera una exageración y piensa que en realidad se trata de guerreros del Gran Khan.
¿Cómo designaban entonces los ‘indios’ a esta porción del mundo? Lo más probable es que no hubiese una concepción equivalente a la de “continente” propia de la geografía europea, pero sí la de sus respectivos territorios. Anahuac era el valle de México, Tawantinsuyu, la región andina; Abya Yala, el área que hoy ocupa Panamá. Los invasores le llamaron América en honor de uno de sus navegantes. Con ello, afirma el argentino Walter Mignolo, Europa ejercía un poder de denominación que los otros continentes no tenían. La idea de América funciona en consecuencia a partir del poder y el privilegio de enunciación.
Frente al reclamo que el Presidente de México, Lopez Obrador hace al gobierno español actual debemos tener presente que usualmente la evocación y manipulación del etnocidio de la conquista ha recaído más en los criollos que en los diversos pueblos indígenas. En una obra tan estimulante como iluminadora: llamada Los herederos del pasado, Carl Langebaek resalta que una de las pruebas de la vigencia del indígena y de su pasado es que se activa en momentos políticamente pertinentes, especialmente cuando el criollo percibe amenazas externas. El criollo imagina la historia desde el siglo XVI como la repetición de crisis en las cuales él cumple el papel de víctima y rara vez de victimario.
La mayor importancia del 12 de octubre de 1492 radica, según Levi Strauss en cómo la humanidad del Viejo Mundo, que se creía única y entera, se vio de un día para otro frente a frente a otra evidencia rica y diversa del género humano y descubrió que ella no era más que una mitad de la humanidad universal.
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