Por: María Isabel Cabarcas Aguilar*.
La inocencia es lo más bello! Esa expresión marcó mi infancia pues desde que era una niña escuchaba continuamente a mi mamá decirla una y otra vez, para referirse a todas las ocurrencias, travesuras, historias y anécdotas que giraban en torno a las bellas experiencias vividas conmigo y con sus sobrinos. Aún le divierte recordar y relatar a amigos y familiares, mis reacciones ante ciertas circunstancias, las primeras palabras, gestos, expresiones, espontáneas actitudes y comportamientos de niña, ante la expectante y permanente mirada de ella y de mi papá por lo que sucedería.
Hoy comprendo su asombro constante, su admiración desmedida y su instinto sobre protector porque Dios me concedió hace más de siete meses, el regalo más hermoso de mi vida: El milagro de ser mamá. Y es justamente en ese momento cuando entendemos todo. La importancia de cada detalle de la crianza de un ser humano, desde el cuidado físico, la higiene, la alimentación, la estimulación física y cognitiva, la creación de hábitos, el ambiente familiar sano en el que deben crecer, hasta la protección emocional y espiritual de nuestros hijos. Definitivamente, con su majestuosa llegada, nuestra vida se parte en dos, y nuestro corazón comienza a latir fuera de nuestro cuerpo.
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Por eso no solo sorprende, si no que preocupa, acongoja, duele, estremece, arruga el corazón y nos hace sentir impotentes, los aberrantes y numerosos casos de acoso, abuso, maltrato, abandono, secuestro, desaparición y asesinatos en los que la víctima es un niño o una niña los cuales son cada vez más comunes en Colombia y en el mundo. Parece que como sociedad en vez de evolucionar, retrocediéramos o más bien, nos perdiéramos en el camino hasta desvanecernos, frente al inexorable deber de cuidarlos como los seres sagrados que son y la esperanza que su existencia representa para nuestra humanidad.
Hoy el debate jurídico gira en torno a las ejemplarizantes penas que a gritos pide la comunidad nacional, frente a la comisión de delitos que atentan contra la vida y la integridad de nuestra frágil y agobiada infancia. La posibilidad de que la castración química sea una opción comúnmente aprobada por la opinión pública como castigo para los victimarios, evidencia la gravedad de la situación que estamos viviendo, por el delicado ambiente de vulnerabilidad en el que se encuentran nuestros niños permanentemente. Con el paso del tiempo, se ha evidenciado que el problema es más antiguo y más común de lo que creemos, y que en innumerables familias sin distingo de clase social, cultura, poder adquisitivo o costumbres, han existido casos de abuso o acoso generalmente por causa de un familiar cercano y que además, en reiteradas ocasiones sus miembros se han prestado para ocultar el caso, llevados por “cierta consideración” hacia el victimario, o presionados por el “que dirán” en caso en que esto llegue a ventilarse públicamente. El oprobio es tan alarmante, que en algunos casos, son los mismos padres quienes cometen los actos, o permiten que sean ejecutados incluso por interés económico llegando a prestarse para promover la pornografía infantil con sus propios hijos. Desconcertante y vergonzoso es, que quienes debieran ser los más celosos guardianes de la inocencia, sean justamente sus más despiadados verdugos.
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Creo que estamos acumulando una enorme, cruel y dolorosa deuda en la obligación común de salvaguardar a los infantes y que de no tomar rápidamente decisiones que conlleven a reformas estructurales en todo un sistema nacional de protección del menor, seguramente la situación se seguiría agravando peligrosamente, en perjuicio del tesoro más grande de nuestra sociedad.
Mientras tanto, hagamos todo lo que a nuestro alcance esté para cuidarlos, protegerlos, educarlos y dignificarlos de todas las maneras posibles, pues como lo afirmó Oscar Wilde: “El mejor medio para hacer buenos a los niños, es hacerlos felices”.
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