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Por Marga Lucena Palacio Brugés.
Cuando se apaga la última brasa de una venta de comida callejera, empiezan a rodar a la deriva pedacitos de carbón vegetal, de esos que las marchantas venden en sacos de fique, colgados en sus frentes curtidas de sol y sostenidos con ambas manos y con los puños cerrados, en eterna inconformidad.
Bastaba un tronquito negro de carbón para dibujar alegría y, mientras cualquiera pintaba en el pavimento las casillas del 1, 2 y 3, hasta llegar al 10 y terminar con una amplia oreja, la calle paría una muchachera, y espontáneamente se acercaban al reconocer el dibujo y alistaban una piedra para, con saltos de agilidad, descubrir, conquistar y colonizar una peregrina.
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Crecimos en la calle y ella no era nuestra enemiga, porque el barrio nos cuidaba y todo se compartía.
Los mayores te regañaban y, uno que otro atrevido, hasta te cocoteaba sin líos y sin lamentos. No era extraño regresar a casa y decir que habías almorzado donde la vecina.
Era natural llegar con los araños que cualquier gata rabiosa, con dos trenzas largas y esdentada, te hacía; esta seudo felina, de seguro, tenía que defenderse de las picardías y las maldades que sus pares le infligían.
La diversión corría por cuenta de la peregrina, la lleva, el kimball, el fusilao, el congelao y
cuando se estaba un poco indispuesto, las piedrecitas, si no había plata para un parqués con un colorado tablero de vidrio.
Las maromas, los zancos y la volteretas eran pan comido para cualquier niño del barrio, porque las manos sucias y los pies negros eran sinónimo de una infancia feliz, sana y serena.
Ahora los juegos electrónicos sepultaron la imaginación y asesinaron la motricidad infantil. Y la pregunta obligada es una sola: ¿Dónde están los niños? Los parques están solos y las calles
desiertas y no le echemos la culpa al covid, esto ya estaba así de jodido: la virtualidad los aisló y acabó con el retozo colectivo de los juegos de la calle.
Estos pelaos de ahora ni saben lo que es el merthiolate, ni una rodilla raspá o una costra colgante, que cuidas con amor por miedo a que se te arranque y te duela y en el momento menos pensado, en pleno retozo, te pegas tu resbalón, y como oferta de supermercado nuevo, ahora tienes 2 costras y en la misma rodillas, al puesto de una.
Y es a punta de ñoñas que se templa el carácter, que el niño se hace fuerte, capaz de seguir jugando sin darle importancia a las rodillas sangrantes y los arañazos furtivos.
Recuerdo esos 25 de diciembre, bien tempranito, cuando se exhibían en las terrazas las muñecas, las vajillitas de té y se armaban las casitas de lego del genio constructor y las enormes pistas de carreras o se recorría el barrio en bicicletas, patines y monopatines.
Ahora están todos encerrados, aprendiendo a usar el último celular y el sinfín de juegos electrónicos con que los chinos han conquistado la economía mundial y, con la última versión del juguete electrónico de moda, intentar ser felices.
En mis tiempos, cuando se estaba triste o meditabundo, bastaba escuchar un grito de esperanza para volar la imaginación y volver a reír: “libertad pa’ mí y pa’ todos” y la fiesta comenzaba de nuevo.
¡Que tengan ustedes un riohacherísimo día: alegre y cálido!