Por Vizo Arcieri.
Hace 20 años se iba a acabar el mundo. Se iba a acabar con todas las de la ley. En la víspera medio mundo compró ropa, whisky, aguardiente y voladores de pólvora. Era 1999, fin del siglo. Y fin de nuestra era.
Una interpretación de la sabiduría y mitología del pueblo Maya y otros brebajes apocalípticos sacados de Nostradamus y de la mismísima Biblia de los cristianos tremendistas puso al planeta en vilo: íbamos a celebrar el último diciembre de nuestras vidas.
El cambio de digitación de siglo causó desvelos a los millonarios del planeta porque se predicaba a los cuatro vientos que las computadoras y los sistemas financieros computarizados iban a enloquecer y dejar en blanco los saldos de las cuentas bancarias, la de los cajeros automáticos, bolsas de valores y los sistemas contables de las grandes industrias.
El mundo iba a enloquecer, en pocas palabras. Yo, tomando mis precauciones, saqué el pago de mis ‘primas’ decembrinas y dejé, en mi cuenta de ahorros, un saldito que me pudiera servir para comprar una cocacola y calmar mi sed en caso que me tocara pasar cerca del infierno. Temía que sus altas temperaturas me provocaran una deshidratación con consecuencias nefastas. Además, se ha dicho que el camino al cielo es largo y culebrero.
El 15 de diciembre de 1999, víspera del fin de la era humana, tomé una decisión trascendental en mi vida: me compré un pantaloncillo amarillo para ponérmelo al revés el 31 y cumplir la cábala de prosperidad que recomendaba mi madre para iniciar un nuevo año y que ella, religiosamente, la cumplía.
En mi caso, me imaginaba que me podía ayuda a obtener una condena condescendiente cuando los magistrados del juicio final me vieran recibir en paños menores amarillos, con rostro de ternero huérfano y sin oportunidad de impugnar el fallo, su veredicto definitivo.
A mi madre le funcionó todos los años. No había uno que no los estrenara al revés y había que ver cómo le iba de bien. Se ganaba el chance de la lotería cada tres semanas; llenaba cartones en el bingo que le multiplicaban los pesos en su cartera; apenitas sufría de dolores de cabeza y bailaba mapalés todos los carnavales hasta que el cuerpo le aguantaba. Así que adquirimos nuestra pieza de amarillo.
A pesar de que aquellos eran días tensos, en los que se presagiaba lo peor, las emisoras no dejaban de poner los discos de Navidad de Diomedes Díaz, el Binomio de Oro, la Billos Caracas Boy’s y Héctor Lavoe.
Parecía que la humanidad no tenía idea de lo que se avecinaba. Ni mucho menos cómo iba a ser la hora final de nuestros tiempos. La clausura del mundo de la que tanto se había hablado estaba inédita, aunque el Apocalipsis de la Biblia había dado unos adelantos. Pero nadie tenía la primicia, ni el New York Times ni la BBC de Londres que todo lo sabían, incluso antes de que pasara.
Tenía miedo, lo confieso. Para remate, iba a pasar solo con mi familia, mi esposa y mi hija, el fin de todo, porque el periódico El Tiempo, donde laboraba como reportero en Cartagena, me había encargado una crónica de cómo se recibía en este puerto colonial el fin del mundo. No le encontraba sentido al asunto porque me preguntaba si iba a poder escribirla y, si así fuera, quién carajo me la iba a leer, a menos que el periódico tuviera circulación en las alturas, en el Reino de Dios. Cosa que dudaba. Pero uno nunca sabe.
Entonces no viajé a Barranquilla a esperar el desplome universal, abrazado con mis padres, hermanos, mi esposa y mi hija, como todos los años. En Cartagena era el cierre del telón, no había otra opción. Mi esposa dijo que debíamos ponernos la ropa nueva para despedir el año y el siglo…y el mundo, si era el caso. Nos emperifollamos como si nada fuera a suceder, sabiendo que podía ocurrir una catástrofe como la vaticinaban los intérpretes del apocalipsis y de los Maya. Nos regamos generosamente perfume por el cuello, detrás de las orejas, en las manos y brazos por si sudábamos mucho durante el viaje hacia el juicio final. No sabe uno si había que hacer cola. En fin. Mi esposa me dijo pintándose sus labios frente al espejo: “A los malos tiempos, buen perfume”. Y así fue. Nos fuimos a la calle a esperar el The End de esta película que habíamos vivido.
El primer trago de whisky me lo tomé a las 9 y 18 de la noche de ese día en el que se presagiaba lo peor. Lo apunté en una libreta que aún guardo. Estábamos a poco menos de tres horas de la anunciada debacle. “Por el siglo veinte, por el amor y la noche que llega”, brindé elevando mi vaso al cielo, mirando que no me fuera a escalabrar la punta de una estrella, si es que empezaban a desplomarse antes de tiempo sobre la tierra. A esa hora agarré mi prole y nos fuimos a las calles de Cartagena, a la ciudad histórica, a ver a la gente angustiada. Pero no. Todo se veía normal. Las familias con sus mesas, sus comidas opulentas y sus licores.
Estaban vestidas como para una gala en el cielo. Con música sonando alto por las plazas y callejuelas. Era como un ‘comamos, bebamos y bailemos que mañana moriremos en el fin del mundo’.
A las doce sonaron pitos, juegos pirotécnicos, bocinas de autos y la inmortal canción “Año nuevo, vida nueva…”, de la Billos Caracas Boy’s. Yo agarré a mi esposa y a mi hija amada y las abracé en medio de una calle llena de parroquianos que lloraban y se daban el feliz año. Esperé si abrir los ojos el pretinazo del colapso universal que estaba algo retrasado. Era cuestión de segundos, me dije, para que todo se fuera al diablo, bueno, al cielo o como se quiera decir. Pero no. El mundo, el whisky, la música, la gente feliz, todo estaba ahí. Cuando levanté la cara, mi mujer me regañó: “Ah, no. No vengas con la lloradera de todos los años”.
Entonces supe que, por fortuna, se habían equivocado los Mayas, sus intérpretes; los agoreros de la Biblia de los cristianos; Nostradamus y pare de contar.
“Pura carretilla, el mundo no se acabó”, me dije aliviado y empinando un nuevo trago.
Hoy, encerrado por la pandemia, sin poder asomarme a la calle como en los viejos tiempos, desde el balcón oigo doblar las campañas del convento de los Agustinos Recoletos, en las alturas del cerro de La Popa, como anunciando una nueva despedida. Un silencio lúgubre se posa sobre el mundo y, uno a uno, se van yendo solos a la tumba hombres y mujeres, que caen, sin salvación, ante el inmisericorde y letal virus.
Entonces recuerdo esa fiesta del 31 de diciembre de 1999, llena de guirnaldas y sonido de trompetas y guitarras, cuando nos bañamos en perfumes para esperar, asustados, el entonces fin del mundo…que no llegó o… ¿está cerca?
Diciembre 6 del 2020
En los tiempos del fin del mundo.
*Las opiniones expresadas en este espacio son responsabilidad de sus creadores y no reflejan la posición editorial de revistaentornos.com