Esta es la historia de una migrante que montó un negocio de comida que se ha convertido en un vehículo de cohesión social y conexión emocional para la diáspora venezolana en La Guajira.
Autor: Matty González
La primera avenida de Sudamérica —o al menos, la más norteña— se encuentra en Riohacha, capital del departamento colombiano de La Guajira. Su nombre oficial es 14 de mayo, aunque muchos pobladores adultos le llaman La Marina, porque bordea las cálidas playas caribeñas de la ciudad y los más jóvenes la conocen simplemente como La Primera. Allí, donde mar y río se unen, en la calle 1 con carrera 1, quizás la esquina más antigua de Riohacha, llama la atención una estructura metálica pintada con los colores de la bandera venezolana.
De lejos, se aprecia imponente, con el callejón turístico de los capuchinos como telón de fondo, resistiendo altiva los fuertes vientos alisios; parece un punto de información. De cerca, cuando se lee el vistoso aviso de ‘Súper arepa venezolana’, queda claro que no es la estructura de algún consulado, aunque quizás intente llevar la misma filosofía. Es un food truck o camión de comidas, que no solo vende arepas, también intenta convertirse en un oasis donde se unen el amor y la nostalgia por la patria bolivariana.
Esta es la historia de Duvis Carolina Ojeda, una mujer de 33 años que hace parte de los cuatro millones de venezolanos que entre 2012 y 2019 tuvieron que abandonar su tierra natal por motivos económicos o políticos, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR). También ella es uno de los 1,8 millones de venezolanos que, según el portal estadístico Statista, llegaron a Colombia durante esos años, en un fenómeno migratorio que ya es conocido como el “éxodo venezolano”. En La Guajira la comunidad venezolana supera las cien mil personas y constituye el 10 % de su población.
A la derecha, Duvis Carolina Ojeda, propietaria de ‘Súper arepa venezolana’; a la izquierda, la periodista Matty González.
Esta historia de una migración está llena de ilusiones, pero también de tribulaciones, porque, aunque sería fácil pensar que nadie cuestione que la migración sea un derecho en el mundo actual, globalizado e interconectado, donde las fronteras imaginarias se difuminan y la información fluye a la velocidad de las redes 5G, realmente no es tan sencillo. Las personas migrantes venezolanas están expuestas al rechazo y la discriminación; incluso si se encuentran en una región como La Guajira colombiana que, junto al Zulia venezolano, conformó durante siglos la gran nación wayúu: un mismo territorio cuyos dueños ancestrales aún sobreviven en gran número. Por ello, guajiros y zulianos viven una hermandad que no es solo cultural, sino también parental, gracias a los lazos familiares que se han tejido a través de las sucesivas migraciones de épocas anteriores.
Duvis llegó a Colombia en lo que se conoce como la primera ola migratoria. Fue una época de fuertes choques y tensiones. Sin embargo, cuenta cómo el amor y el apoyo de su familia en ambos lados de la frontera fueron fundamentales durante su proceso de adaptación y establecimiento en Colombia. “Mi viaje comenzó en 2012, cuando decidí dejar Maracaibo para buscar mejores condiciones de vida. Era difícil pensar en tener un futuro en Venezuela, país donde nací y me formé como profesional, y La Guajira me dio la bienvenida con los brazos abiertos para nunca mirar atrás. Gracias a Dios, tengo familiares en Riohacha que me recibieron en su hogar durante 9 meses, hasta que logré independizarme”.
Lo que hoy se percibe como un cúmulo de recuerdos fue, en su momento, generador de angustias e incertidumbres para Duvis. A su arribo, la comunicadora social tenía 23 años y su única opción fue entrar en el mundo del comercio informal, pero no de manera abierta sino a través de contactos, lo que dificultaba aún más las cosas, por ser una recién llegada.
La escasez de alimentos y productos básicos de la canasta familiar en Venezuela, que también golpeó colateralmente a La Guajira, se convirtió en una fuente de negocio que ella entendió al instante. Aunque las marcas de su país eran caras y difíciles de conseguir, la devaluación de la moneda venezolana permitía obtener mayores ganancias al venderlas en Colombia. “Aproveché para comprar en Venezuela nuestros productos tradicionales y los vendía acá, desde mi casa. Al principio me sirvió apenas para sobrevivir, pero luego de unos años fue tal el éxito que cada 15 días me tocaba pedir alrededor de 800 dólares en mercancía para vender, no solo a familias migrantes, también a los guajiros que los convirtieron en parte de su despensa”.
Más que en su despensa, muchos alimentos venezolanos se refugian hoy en las tradiciones y los corazones de los guajiros, gracias a la transformación cultural producida por el fenómeno migratorio. El escritor Abel Medina Sierra, investigador colombiano y conocedor de la dinámica migratoria en Maicao, explica cómo los espacios fronterizos no son solo puntos de encuentro geográfico, sino también de identidad: “Las fronteras son espacios dicotómicos que representan una separación político-administrativa, pero también un punto de encuentro y comunión. En el caso de la frontera colombo-venezolana, ese encuentro crea un tercer espacio intermedio en el que se construyen identidades, sonidos como el vallenato, y sabores como el de la arepa”.
Aunque en el diálogo cultural colombo-venezolano muchos alimentos traspasaron el límite territorial de un lado u otro y se volvieron binacionales, como la arepa, hay otros que aún se perciben como exóticos o se conocen muy poco. Así lo descubrió Duvis durante su primera Navidad en Colombia: lejos de su tierra, se encontró celebrando en un entorno que no reflejaba la esencia de sus tradiciones y con sabores que le resultaban desconocidos.
“Cuando vi la cena me sentí en un restaurante gourmet y no en una cena navideña, como estaba acostumbrada. Por más que mis familiares se esmeraron, la comida no me recordaba la infancia ni los momentos compartidos en casa”. Fue entonces cuando decidió darle un giro a la celebración. El siguiente año, en vez de adaptarse, quiso compartir su cultura. Así nació la idea de preparar ponche crema y pan de jamón, dos de los platos más emblemáticos de las navidades venezolanas.
El reto no fue fácil. Si bien Duvis había crecido con estas recetas en su hogar, nunca había sido la encargada de prepararlas. Sin embargo, su determinación y la fuerza con que añoraba su tierra, la llevaron a aprender por sí misma; siguiendo las orientaciones de su madre, se embarcó en la tarea y el resultado fue sorprendente: durante su primer año vendió casi 200 panes de jamón y más de 60 litros de ponche crema. No solo compartió estas delicias con su familia y amigos, sino también con sus vecinos colombianos. Y regaló muestras para que conocieran sus productos y se difundiera un poco de la riqueza gastronómica de Venezuela.
Ocho años después, la vida de la joven venezolana adquirió una dimensión binacional: contrajo matrimonio con un colombiano, tuvieron su primer hijo y pudo traer a vivir con ella a su madre y su hermano. Pero encontrar en La Guajira un lugar donde seguir adelante no la hizo olvidar sus orígenes, su natal Maracaibo y los lazos que aún mantienen viva su conexión emocional con Venezuela. “Este ha sido un proceso difícil pero enriquecedor. Dos años después de estar en Riohacha volví a Venezuela y fue muy duro. La verdad, me dolió muchísimo esa visita porque vi niños comiendo de la basura, vecinos muy enfermos y un sinfín de cosas que no quiero recordar. Pero he vuelto y mantengo vivo el contacto con mis familiares y amigos”.
Para seguir reinventándose, Duvis Carolina creó ‘Súper arepa venezolana’, un pequeño negocio familiar en el corazón de Riohacha que se ha convertido en el rincón de la diáspora ideal para mantener vivo el recuerdo patrio, porque para esta emprendedora y para muchos venezolanos, la arepa no es solo un alimento, sino un vehículo de conexión emocional con su tierra.
“Cuando pruebo una arepa me sabe a Maracaibo, al calor de su gente, y digo esto con los ojos cerrados y la piel erizada porque, la verdad, para mí la arepa es un patrimonio venezolano. Es unión, es familia, es el cariño de los abuelos. Morder una arepa me transporta a esos momentos hermosos que viví en la infancia y que no se borrarán de mi mente”.
Y es curioso: aunque cada año sueña con regresar a Venezuela y anhela el calor de su tierra natal, Duvis también siente que su hogar y su futuro están en su actual residencia. «Me gustaría ir a comer y volver —reconoce a menudo—, pero también disfruto mi regreso a Riohacha, tierra con la que estoy muy agradecida”, dice.
Ella ha sabido crear un espacio que celebra la cultura venezolana a través de la comida, y ofrece una variedad de arepas con sabores auténticos y únicos que son muy apreciados por la comunidad local, representada en clientes colombianos como Miller Choles, que valoran el hecho de probar algo nuevo: «Me encantó la variedad de sabores y rellenos que ofrecen las arepas venezolanas. La experiencia de probar combinaciones de ingredientes que no había probado antes fue muy buena».
Pero sus clientes también son, cada vez más, migrantes venezolanos como ella, que un día decidieron cruzar la frontera en busca de mejores oportunidades de vida. Guillermo, un docente oriundo de Barquisimeto, es uno de ellos: «Para mí, disfrutar de alimentos que me recuerdan mi país de origen es una experiencia emocionalmente muy significativa. La comida es un vínculo que me conecta con mi cultura y mis raíces. Al comer arepas venezolanas siento que estoy en casa, a pesar de estar en un país diferente».
Gracias a ‘Súper arepa venezolana’, Duvis ha logrado traer los sabores auténticos de Venezuela a La Guajira mientras teje una red de relaciones comunitarias. Llegar a este pequeño espacio permite que desde la comida que saborean, los distintos lenguajes con los que hablan y la música que escuchan, tanto los migrantes como los colombianos sientan, aunque sea por un breve momento, que son parte de una herencia compartida. Una acción que, en su pensamiento, podría ayudar a promover la diversidad y la integración en la comunidad guajira. «Mi objetivo siempre ha sido unir a la comunidad, no importa de dónde vengan —explica—. Aquí, venezolanos y colombianos comparten una mesa y disfrutan de la comida que nos une».
Las seis variantes de arepas que se ofrecen en el negocio son un reflejo de la diversidad gastronómica zuliana. «Quiero que cada cliente sienta que está comiendo un pedacito de Venezuela”, cuenta Duvis. Por ello, la inclusión de las técnicas y recetas originales ha sido un proceso de adaptación constante para preservar la autenticidad de las recetas. Todas las arepas son preparadas con harina Pan, por ser la marca tradicional, al igual que la margarina Mavesa y, de acuerdo con el relleno escogido, pueden ser catiras, sifrinas, rumberas, rumberas premium, dominó o una gran reina pepiada.
“Esta última es mi preferida —confiesa Duvis— porque es la reina de la casa, la reina de Venezuela; una arepa que tiene pollo desmechado, aguacate, mayonesa, sal y pimienta; no necesita nada más. Simplemente cocinamos el pollo, lo desmechamos, le agregamos mayonesa, sal, pimienta y aguacate triturado y eso es una cosa exquisita. De solo contarlo se me vuelve agua la boca, porque es de las arepas más ricas que tiene Venezuela”.
En el negocio hoy trabajan seis personas, tanto venezolanas como guajiras; una de ellas es Yarima, quien llegó hace seis años de Maracaibo y ya lleva seis meses trabajando en el local.
“Me siento bien cuando preparo una arepa porque quien la come está conociendo un poco de nosotros, de la calidad con que servimos. Los venezolanos nos dicen que son prácticamente iguales a las de allá y los guajiros dicen que son muy ricas, que prueban algo diferente y les gusta la sazón venezolana de nuestras arepas típicas. O sea, se siente súper placentero y nos sentimos orgullosas porque la arepa para nosotros, los venezolanos, es vida, nacemos con ella”, relata Yarima.
Duvis Carolina y su emprendimiento ayudan a confirmar que la arepa es un alimento binacional, arraigado fuertemente en nuestras tradiciones: “Se le otorga hoy un carácter emblemático en el conjunto alimentario de Colombia y Venezuela. Para millones de personas es un elemento constitutivo de su universo social y, en cierta forma, como los territorios, la arepa conlleva un origen y un destino. En un mundo inestable e impredecible en el que todo está en riesgo, si algo merece la preservación son las históricas arepas, a las que muchos asociamos con la memoria y la felicidad gustativa”, así lo afirma Weildler Guerra Curvelo, reconocido antropólogo guajiro que se ha referido a esta preparación en diversas publicaciones.
Además, la presencia en La Guajira colombiana de la arepa venezolana, con sus rellenos y aderezos, como resultado de la migración, ha significado una oportunidad para diversificar la gastronomía local, que hoy se suma a las arepuelas guajiras de anís dulce, las de queso y las costeñísimas arepas de huevo, que durante mucho tiempo constituyeron la base principal de la dieta de los riohacheros.
Un alimento, una tradición, un patrimonio que se manifiesta en múltiples presentaciones y que, como lo expresa el economista guajiro César Arismendi Morales, “ha servido como instrumento de cohesión social entre los venezolanos, al darles una identidad construida a partir de la nostalgia que generan los alimentos que consumen”.
La arepa se vuelve un evocador nostálgico que libera del estigma, cohesiona y reconforta. ¡Sean bienvenidas las sifrinas y las reinas pepiadas! Ellas son el símbolo de un territorio binacional que, a través de la arepa, comparte su historia y sus tradiciones.