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En el nombre de La Guajira

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Por Ángel Roys Mejía.

Nombrar a La Guajira es un propósito de justicia histórica con una tierra grata y prolífica. La Casa Grande que ha recibido por sus costas a migrantes de latitudes lejanas que al poner pie en tierra fundaron sus consignas para impulsar un progresismo que ha tropezado con los avatares de maldiciones inventadas como la atribuida al padre Espejo, a la reciedumbre de su pampa hecha canción a modo de Profecía, a la belicosidad de sus indios para impedir ser colonizados y arrasados, al oxímoron de sus entrañas llenas de carbón, gas, sal y otros minerales que lo que han dejado como saldo es miseria y dejadez. Reivindicarla como a la madre tierna debe ser la impronta de los novicios, autores de una nueva generación con una prosa diversa, fluida, enconada, comprometida y profunda.

La naturaleza de desierto de la que brota una Sierra tutelar, único páramo del mundo que corona un mar profundo y en cuyas faldas desfilan pueblos con matrices ancestrales comunes, pero con diversidad de manifestaciones culturales y folclóricas, amparados en una línea negra para la salvaguarda y protección ecológica del macizo, en tensión permanente con la “novia oscura” de la patria, en la que persiste una historia oculta de intereses de explotación, saqueo, expropiación y tráfico. Este Coloso natural por años aisló a la región del país continental y en consecuencia había que rodearla atravesando ríos y valles hasta que el pico y la dinamita trazaron la otra línea negra que es la Troncal del Caribe.

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Entre tanto el indio guajiro con sus eirukus identitarios de familias consanguíneas y ampliadas se apropiaba de la pampa desde tiempos anteriores a la memoria blanca y enterraron sus ombligos y sus muertos en rancherías dispersas nombrándolas como territorio propio. El mismo territorio que comunica en el lenguaje de los funcionarios del centro, como la periferia, como el pueblo menesteroso y falto de asistencia, incapaz de mayoría de edad para desarrollarse, marginal, ilícito, irredento e incivilizado que necesita ser visto y vestido para que su espíritu cabungo y primitivo reciba la unción inteligente y citadina. Dos países: el de la gente de bien y el de los que necesitan ser domesticados, evangelizados y enseñados porque carecen de doctrina y de inteligencia.

En esta fisonomía borgiana por el tiempo circular y los espejos, la metáfora urge como savia, para que la sangre mezclada y mestiza haga brotar de su puño y letra los torrentes de verbo que hagan refulgir su voz como Padilla y Robles, sacudiendo los recintos, desempañando los ojos, interrumpiendo la danza de cangrejos que nos condena con su fanfarria picaresca de creer que se avanza cuando el agua no llega, cuando los niños mueren de hambre mientras el tren serpentea con sus toneladas de oro negro, cuando la tierra se sacude y la única esperanza es que la Virgen Intercesora deje caer su corona de salvación.

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El ostracismo del poeta Bravo, el hociqueo incrédulo del pueblerino, la caterva de dirigentes dedicados a comerse los “mangos bajitos”, el pusilánime elector acostumbrado a votar por el que le digan, convergerán como afluentes del Ranchería, río fértil, que soporta la perversa desviación, el flujo de la inmundicia, el robo de sus laderas… pero no se detiene; se hace subterráneo y desemboca en el mar insuflando su color de tierra y su espíritu pardo. Así somos, generación de relatos, frutos de la ecología y las metáforas que se deben a la exploración del fragmento del soneto Besos del mar de Luis Alejandro López Ávila “Papayí” citado por Víctor Bravo: Y ojalá el mar en su entrañable encanto le brinde a la ciudad el adelanto del progreso que avanza y se avecina.

*Ejercicio de composición de escritura creativa del Taller Cantos de Juyá, Relata La Guajira 2021.

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