Por Abel Medina Sierra
La música que hoy conocemos como vallenata, ha sido etiquetada de diferentes maneras por quienes suelen escribir y sobre esta. Para algunos es apenas un estilo dentro de un macro género llamado músicas de acordeón del Caribe colombiano, pero para la mayoría de analistas es un género musical al que se ha catalogado como folclórico por muchos y como música popular tradicional por otros. Esta última categoría es más pertinente para clasificar el vallenato desde una perspectiva sincrónica.
Si existe un tema polémico, que suscita enconados debates, acérrimas defensas y viscerales indignidades es si alguna canción del repertorio de un artista es o no legítima o auténticamente vallenata. En estos días, por ejemplo, un melómano que hace parte de un chat de tertulia musical, se quejaba que ninguno de los participantes de la final del festival Francisco el hombre había tocado vallenato auténtico. Presumo que cuando se refiere a auténtico, está hablando que las interpretaciones son muy diferentes a las que acostumbra escuchar en el Festival de la leyenda vallenata, con acordeón, caja y guacharaca.
Se ha defendido una “esencia” como punto límite que suele ser rebasado, en especial por los intérpretes de la nueva ola vallenata. Lo que nadie ha podido explicar es en qué consiste esa bendita esencia porque todo, absolutamente todo en el vallenato ha venido cambiando con el tiempo. Se suele atacar con virulencia que los radialistas presenten como “vallenato” canciones que son de fusión o que son formas no tradicionales surgidas del paseo vallenato como el paseaito, pasebol o paseo chandé o fusiones alegres con otros géneros como la tambora o el chacunchá, para dar algunos ejemplos.
Frente a esto, hay que tener en cuenta que la música vallenata no solo es un género musical, también es una marca o etiqueta del mercado musical nacional e internacional. Y no se trata de cualquier marca, sino de la más vendedora a nivel nacional. Eso hace que la palabra vallenato en el mercado discográfico y en los medios, no solo haga referencia a un género musical, sino que engloba todo el repertorio que nuestros artistas graban e interpretan. El mercado funciona con etiquetas, no discrimina, en un álbum musical no se va a decir “Esta canción no es vallenata” porque no conviene y quizás al público ni les interese. Si alguna vez, se identificaba si una canción era paseo, merengue, puya o son, la música vallenata se fue volviendo compleja, variada en sus formatos, las cuatro celdas que categorizaban el repertorio se volvieron insuficientes. Hoy resulta una tarea muy lidiosa saber cómo etiquetar canciones como “La envidia”, “Pidiendo vía” o “El mundo se acaba” (grabados por Diomedes); “Bailando así”, “La choya” o “Meneando la batea” grabados por Jorge Oñate. A falta de consenso interno sobre cómo llamar a estos ritmos, pues el dilema lingüístico se resuelve poniendo una sola etiqueta: vallenato.
No solo pasa con el vallenato. Con la salsa sucede lo mismo. La palabra “salsa” es una etiqueta de mercado que incluye no solo ese coctel de raíces cubanas incubado en New York que llamamos salsa, sino que dentro de ese gran costal se mete el bolero, el son cubano, el boogaloo, chachacha, mambo, guaracha, charanga, guaguancó, timba, salsa choque y muchas formas más. En suma, salsa es todo lo que interpretan los salseros, de igual forma, para muchos consumidores del vallenato dentro y fuera del país, vallenato es todo lo interpretan sus músicos, así no sean las cuatro formas tradicionales.
Ahora bien, como marca de mercado, el vallenato resulta fagotizante: se suele “tragar” otros géneros. He leído muchas quejas de vienen desde la Sabana, en el sentido que como los intérpretes vallenatos graban música sabanera, el público termina llamando “vallenato” lo que a ellos pertenece. “Ahora nos quieren robar nuestra música” le escuché decir a un malqueriente del vallenato en la Sabana. Habría que recordar, leyendo la obra reciente de Ángel Massiris, que cuando se grabaron las primeras canciones vallenatas el género que reinaba en el mercado era el porro. Así que, como muestra Massiris con muchos ejemplos, se etiquetaron como “porros” canciones vallenatas por un asunto de conveniencia comercial. Algunas, incluso, se grabaron como “porro paseo”, “porro puya”, bajo el principio de introducir lo nuevo arrimándolo a lo viejo, de lo conocido a lo desconocido. Esto demuestra que, también el porro fue alguna vez la joya del mercado discográfico y bajo esa etiqueta se grabó formas que no eran propias del género.
Si entendemos que existe un vallenato como género (que para mí tiene mucho más que los ritmos que se interpretan en los festivales), y un vallenato como marca discográfica, entenderíamos mejor porqué en Estados unidos y Europa lo que vende Carlos Vives se le llama vallenato, porqué un locutor presenta como vallenato “La eléctrica” o “Vivo en el limbo”. Vallenato, para el mercado discográfico es también lo que se vallenatiza.