Por Abel Medina Sierra
En momentos en que escribo estas líneas, un silencio que pesa recorre las calles del barrio. Muy extraño porque es un viernes en la noche, mucho más si a pocos metros existe un billar. Me asomo a la calle cuando pauso la escritura para darle descanso a mi visión y ni los perros se asoman por esta calle que suele estar muy surtida de corros de vecinas, niños jugando futbol en la calle, combos de jóvenes en la esquina. Es como si el barrio se hubiera quedado despoblado. No, es el miedo el que se vino a habitar a este pedazo de la ciudad. Solo hace tres días, dos motorizados abrieron fuego asesino contra un grupo de jóvenes que se reunían todas las noches en una esquina: uno de ellos falleció, su hermano y otro joven de la etnia wayuu resultaron heridos. Desde entonces, cuando desciende la penumbra despidiendo al sol, las puertas se cierran, los cuerpos se esconden, las voces de la calle y la música se apagan. Muere el día y con él la libertad.
Aunque hay versiones según las cuales el atentado obedece más a retaliaciones, para los habitantes del barrio existe un consenso: los “paracos” están matando a quienes salen de noche a las calles del sector. Así intimidan los padres a sus niños para que no salgan a jugar, así advierten entre suplicantes y amenazadores a sus hijos jóvenes para que no visiten la novia ni se reúnan con los amigos. La certeza que estar en horas de la noche por las calles es sentencia de muerte campea en las representaciones sociales y se disemina de boca en boca. De nada sirve abrir el billar o los rumbeaderos si en estos días nadie se atreve a violar la ley implícita que impone el miedo. Todo esto porque hace poco, un comando de las Autodefensas Conquistadoras de la sierra nevada emitió su amenaza contra bandas y noctámbulos. Sea verdad o no lo del toque de queda: “Por si acaso, hay que cuidarse” dicen los vecinos.
No solo pasa en este barrio, el miedo se cierne sobre la mayoría de pueblos de La Guajira desde que este grupo armado comenzó su campaña mediática de terror y su demencial acción criminal en esta parte del país. El toque de queda se hizo obligatorio en muchas partes de La Guajira. Con él, emerge una representación espuria del concepto de seguridad. Aunque parezca ilógico, hay quienes defienden y se muestran de acuerdo con esta modalidad de “seguridad” que parte del principio de que si todos están en casa no habrá delincuencia y todos estarán seguros. No faltarán los que saquen a relucir cifras para así defender esta restricción a las libertades.
El toque de queda, ya sea impuesto por el Estado en una coyuntura de excepción o el que suelen imponer tanto grupos guerrilleros como paramilitares aplican en cierta medida la lógica del Gran Hermano de George Orwell o del panóptico según Michel Foucault: a los jóvenes para que estén seguros y no incurran en actos delictivos hay que tenerlos vigilados, en casa, viendo tv o apegados a sus video juegos. Se restringe su socialización, se criminaliza el parche de la esquina, se estigmatiza su conquista del territorio del barrio que se concretiza en el acto de recorrerlo, apropiarlo, habitarlo en su plenitud espacial.
Hay personas que coinciden con estos grupos armados en que un pueblo encerrado es un pueblo seguro, en que el ideal de la seguridad está en restringir las libertades de reunión, de circulación y hasta de diversión. No, cada ciudadano debe tener seguridad para estar en un lugar de diversión, de permanecer en la esquina, de sentarse con sus vecinos. El dueño de un estanco, rumbeadero o discoteca debe tener seguridad para seguir prosperando con su negocio, la tienda tiene que seguir vendiendo de noche, así como el vendedor de apuestas nocturnas de la esquina. La seguridad está en que los niños y jóvenes estén en la cancha o el parque del barrio en sus momentos de ocio, no en que estos espacios amables estén desolados porque no se crearon para la soledad sino para congregar.
El toque de queda instaura más bien inseguridad, deteriora la vecindad, la sociabilidad, la prosperidad y ante todo la tranquilidad. Así lo ha sido en toda la historia, desde tiempos medievales cuando esta metáfora de “toque de queda” literalmente significaba un toque de campana para que los ciudadanos se protegieran de los recurrentes incendios de ciudades construidas en su mayor parte con madera. Sin embargo, en los tiempos contemporáneos se asocia más con la represión que con la protección. Mucho antes, el toque de queda se conocía como “toque de ánimas”, un repique de campanas de diez minutos para que todos iniciaran el rezo nocturno por las almas del purgatorio. Ahora, el toque de queda se hace cada vez que los violentos envían nuevas almas a los reinos celestiales.
¿Proteger o reprimir? ¿Mecanismo para garantizar la seguridad o síntoma de inseguridad? La historia nos presenta dos miradas diferentes de esta práctica tan legal cuando la impone el Estado o ilegal cuando proviene de grupos alzados en armas. Los gobiernos, así como los grupos armados no estatales solo lo han utilizado para darle más poder a sus tropas, como un acto desesperado para la supresión de los derechos y libertades de los ciudadanos y, como vemos en estos días, a para infundir el terror. El barrio tiene que volver a ser barrio. Sin libertades, solo será una cárcel que nos da permiso de día y nos confina con la sirena del ocaso.