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El sueño de Maía | Portadora de la tradición culinaria de La Guajira

Por Matty González

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Nadie quiere llorar la muerte de un hijo o perder el sueño de su vida. María Edelmira Martínez Cotes pasó por lo primero y ruega a Dios que le evite vivir lo segundo. Desde hace un par de años sufre por la pérdida de su hija Niquet y ahora, por motivo de la pandemia del Covid-19, su clientela se ha reducido tanto que el restaurante, que ha sido su único sueño, el proyecto de toda su vida, prácticamente permanece cerrado.

Seguramente son escasos los que la identifican por su nombre de pila, María Edelmira Martínez Cotes, pero si decimos “Maía”, inmediatamente todos vuelven la mirada a una de las personas más populares de Riohacha. Ella es una orgullosa portadora de la tradición culinaria, un bastión del patrimonio vivo y fuente de inspiración de muchas historias que nutren el anecdotario guajiro. Nació en 1953 en Pancho, corregimiento de Manaure. Es wayuu por vía de su madre Agustina Cotes, por lo que habla wayuunaiki perfectamente, y afrodescendiente por su padre, el riohachero Blas Martínez, de quien heredó la pasión por el baile. Aprendió a cocinar con su madre y sus hermanas: Foro y Celinda, y le encantaba prepararle friche a su papá. Desde muy joven hizo de la cocina su oficio vendiendo comida en los festivales de música vallenata y, unos años después, en 1972, empezó a trabajar como ayudante de cocina en el tradicional hotel Gimaura; tenía 19 años y convivía con Heriberto Minota, de esa unión nació Niquet, su hija mayor.

Su trabajo en el Gimaura duró apenas tres años, ya que Heriberto, que era oficial de policía, fue trasladado a otra ciudad, y ella decidió irse a probar suerte a Venezuela, donde trabajó por siete años en un restaurante de la zona rural. Regresó a Colombia en 1982 con la firme intención de abrir su propio negocio, y así lo hizo. “Yo comencé haciendo un poquito de friche, de arroz de camarón, a la gente le gustaba y cuando vine a ver tuve que buscar trabajadoras”. Desde entonces el restaurante de Maía ubicado en la calle once con carrera segunda, se convirtió rápidamente en un referente de la comida y la cultura local, gracias a que ofrecía un menú fresco y delicioso. La ubicación y el ambiente siempre han sido los mismos; una modesta casa de barro con techo de zinc y piso de cemento pulido con largas mesas de madera y taburetes de cuero dispuestos en la terraza, el comedor y el patio, para atender a los comensales que llegan a disfrutar de la comida tradicional guajira hecha con carbón vegetal.

Sueño con María.

Solo Ramón Vargas, autor de “Sueño con María”, sabía quién era la musa que le sirvió de inspiración para componer este clásico del vallenato. Seguramente se lo dedicó muchas veces, pero quizás no tantas como lo hizo Silvio Brito con Maía cada vez que iba a comer a su restaurante. Esa era su estrategia para que las presas desbordaran el plato.

La Moda

Maía se sentía una mujer plena, tenía su “parejita”, pues diez años después del nacimiento de Niquet tuvo a José María, su segundo hijo; además, el restaurante se había convertido en el predilecto para los amantes de la sazón tradicional en Riohacha, para quienes la experiencia gastronómica perfecta era aquella en la que desayunaban tortuga frita donde Carmita, almorzaban arroz de camarón con chivo guisado donde Maía y cenaban carimañolas con peto hecho por Chavalo.  Por ser uno de los sitios preferidos de los riohacheros, llegaban muchas personalidades y grupos musicales, entre ellos Niche y Bananas, que eran la sensación del momento. Los artistas de la música vallenata, cuyas giras eran más frecuentes, se convirtieron en fieles clientes, como el extinto Rafael Orozco, o Iván Villazón.  “Recuerdo a Diomedes, al Pangue Maestre; al Joe Arroyo, a Jorge Oñate… eran muchos… Me acuerdo que cada vez que estaba en Riohacha, Juancho Roys me mandaba a decir que le guardara el caldero del arroz de camarón para raspar él mismo el cucayo”.

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Aunque sus anécdotas más famosas son protagonizadas por Diomedes Díaz y el congresista Antenor Durán, lo cierto es que ella tiene un amplio relicario de recuerdos de muchos artistas y personajes de la cultura con quienes mantenía un trato familiar basado en jocosos insultos. “Cosas chistosas y plebes que nos pasaban, yo les decía disparates y ellos muertos de risa. Se jugaban conmigo porque me tenían como si fuera familia”. Cuando cuenta sus vivencias queda claro que tiene sus preferidos; se le nota en la voz el cariño por Kiko Gómez y Beto Zabaleta, quienes a veces la mandaban a buscar para que les cocinara en sus casas. Cuando fue gobernador, Kiko se la llevó algunas veces a la elegante Casa de Gobierno. Pero ninguno logra alcanzar la ternura que brota de sus labios cuando se refiere a Andris Salas, uno de los pocos que todavía le compra, le deja su propina y le dice madre.

Nuevos tiempos, nuevos retos.

Luego de la euforia de los noventas, Maía aprendió a sortear los retos que el nuevo siglo le planteaba, para sobrevivir logró mantener una clientela fiel, pese a que ya Riohacha contaba con una amplia y diversa oferta gastronómica. El restaurante ha conservado su menú de comida típica que, además de su famoso arroz de camarón con chivo, ofrece una deliciosa variedad de platos como lebranche asado, salpicón de chucho (mantarraya) y arroces de mariscos y de pescado seco; friche y cecina de chivo, asados y guisos como los de venado, conejo y saíno en coco. La oferta típica y la exquisita sazón le han generado una buena crítica, no solo entre los comensales locales, sino también en diversos portales web que tienen como tema la cocina tradicional guajira.

Hace más de quince años a Maía le diagnosticaron diabetes, lo que acabó con su vida de rumbera brava y carnavalera incansable, ella recuerda que podía durar hasta dos días bailando y bebiendo en casetas y festivales de cerveza por toda La Guajira; pero la enfermedad obligó a dejar el cigarrillo y a desterrar el alcohol de su vida. Entonces aprendió a continuar con su nueva condición, de la misma forma que aceptó que su hijo José María se fuera a vivir a Ecuador desde 2003. Son duros aprendizajes, como el que vive desde hace dos años, llorando cada día por la pérdida de Niquet, su hija y compañera de toda la vida, confidente y socia en el restaurante

Curiosamente, la pandemia, que ha significado un gran crecimiento económico para jóvenes emprendedores de la industria gastronómica, tiene un efecto totalmente contrario en las personas mayores que no usan internet ni saben de redes sociales. Ese ha sido el único obstáculo que Maía no ha podido vencer. “La pandemia todo lo ha marchitado”, es la frase que usa para contarnos que, a sus 67 años, la falta de clientes la obligó a bajar drásticamente su actividad diaria, y el sedentarismo forzoso ha hecho mella en su organismo; sufre dolores en piernas y cuello, y se siente sola sin Niquet. Una amiga la apoya haciéndole el mercado y una joven wayuu se ocupa del aseo para no dejar morir el restaurante, pero escasean los clientes y ya no cuenta con los recursos necesarios para cubrir necesidades tan básicas como “arreglar el sinfín de goteras en el techo de zinc, comprar un comedor para los clientes o adquirir un poco de pintura para darle vida al rancho”.

Pero María Edelmira es una mujer fuerte y no se rinde, algunos amigos le recomiendan que se vaya a vivir a Ecuador con su hijo, pero ella se niega enfáticamente, no quiere limosnas ni asilos, quiere continuar con el sueño de su vida. “Yo quiero seguir viviendo aquí, en mi casa, y cocinarle a mi gente hasta el último día de mi vida. Cómo voy a irme para otro lado si en Riohacha tengo mi casa y en Pancho enterré a mi hija”.

Buenas tardes doctor Antenor.

Cuando indagamos cuál es la anécdota que recuerda con mayor alegría, nos contó una que, aunque fue en su restaurante, no guarda relación con su comida y refleja, más bien, su carácter fresco y burlesco ante la vida. El protagonista es un conocido político guajiro. “Una vez Carlos Rojas vino con Antenor Durán y lo sentó en la sala. “Espéreme aquí, doctor, voy a ver qué hay de comida”-, dijo. Y llegó al patio donde yo estaba cocinando y ofreció pagarme trescientos mil pesos si me le presentaba desnuda. Yo pedí la plata por anticipado, me fui al cuarto, me quité la manta y salí de entre las cortinas con las tetas al aire y las manos en la cintura. Le dije buenas tardes, doctor Antenor. El pobre hombre se quedó pálido y no dijo nada, pero nunca más volvió al restaurante”.

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