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Por Marga Lucena Palacio.
El muelle de antaño era un camino de tablitas desajustadas, con algunas faltantes que dejaban ver la profundidad de un mar a veces calmo y a veces rabioso, pero explorarlo nos atraía aún desde antes de aprender a caminar, cuando lo recorríamos en brazos de nuestros mayores.
Llegar a la punta, abrir los brazos y llenarse de mar fue, es y será siempre un ritual invaluable.
Imposible negarse a contar la fila de aves peregrinas en su vuelo migratorio hacia el sur y confrontar el total con la letra que por posición le corresponde en el alfabeto, y soñar… Soñar con que la persona cuyo nombre inicia con la letra en cuestión, es el amor de tu vida.
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El viejo muelle te asustaba por ruinoso y destartalado; las olas lo mecían y en su vaivén sentías una lúgubre y crujiente melodía de leña mojada y divisabas las tablas desajustadas pender peligrosamente mientras besaban las agua que, como imán, las atraía.
Sin embargo, era inevitable seguir tu destino y las saltabas y ahí suspendido en el aire, con el alma en vilo temías que el aterrizaje no fuese sobre su cimiento sino en las profundidades de las corrientes marinas, por eso recorrerlo se constituía en la primera prueba de coraje.
Algunos lo desafiaron y tantos, para no quedarse atrás, aceptaron el reto y con el credo en la boca y sin aire en los pulmones, aprendieron a dominarlo en un salto al vacío desde la punta y en brazadas divertidas o desesperadas, hasta la orilla.
El muelle era la advertencia hecha regaños para prohibir las imitaciones negativas: de manera que si fulano, mengano, zutano y perencejo se tiran de la punta del muelle, ¿tú también lo haces?
Además de ser un ícono de la primera avenida de Sudamérica, también fue el escenario perfecto para la conquista.
Ahí se acudía tanto para “echar el cuento” como para esperar respuesta y, por supuesto, para sellar el romance con un beso.
Cuando parecía ya un juguetico abandonado lo reconstruyeron, pero su esencia quedó intacta y aún hoy sus moradores repiten las mismas rutinas: la de llegar a la punta e inhalar con los ojos entrecerrados, enamorarse, contar aves y por supuesto, la de saltar al vacío: lo más guapos.
Me he quedado con las crespos hechos, esperando la entrada del progreso desde ahí.
Me siento la novia de Barrancas, a quien dejaron vestida y alborotada, soñando un novio llamado desarrollo que llegaría en un barco a rescatarla. Y por los vientos que soplan, ahí me quedaré sola. Sola con mi espíritu , sola en el olvido, como la otra novia, la del Muelle de San Blas, con el cuerpo enraizado a las tablas y el ropaje lleno de arena y de rocíos de sal: ¡Ni lo permita Dios!
En tu camino de regreso a tierra firme, la contemplas una y otra vez a ella, a Riohacha, e inhalas de nuevo, profundo y despacito, dándole a los pulmones una sobredosis de sal y tu mirada se detiene inmortalizando esa visión que, como papelito repetido de álbum de tienda de cachaco está en las postales más bonitas: Riohacha vista desde el muelle.
Ves al Gimaura y evocas los quinceañeros con zapatos de tacón, tacita y recordatorios de porcelanas de bailarina, bajas la mirada hasta el riíto y se te entristece la vida con el recuerdo de los muchachitos desobedientes que se ahogaron en sus corrientes traicioneras, sigues recorriendo y te descubres escuchando en tus recuerdos la banda de guerra de la Divina, con el canillón de la lira y la mampana buena moza jefa de las batuteras.
Divisas también la Gobernación donde esperas al novio desarrollo que sigue a mitad de camino y que a veces acelera su paso o a veces se detiene, según la pericia del mandatario de turno.
El muelle es la múcura que recoge el néctar del alma de mis paisanos y ahí, ensamblado a sus barrotes se quedó la memoria de los que un día nos fuimos para soñar eternamente un volver.
¡Que tengan ustedes un riohacherísimo día: alegre y cálido!