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Por Weildler Guerra Curvelo.*
La Comisión de la Verdad y Reconciliación en Colombia tiene un amplio mandato entre los que se encuentra el de esclarecer aquellos “hechos que constituyen graves violaciones a los derechos humanos y graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH), en particular aquellas que reflejen patrones o tengan un carácter masivo, que tuvieron lugar con ocasión del conflicto armado”. Su tarea por tanto será amplia y compleja en la geografía y en el marco temporal que deben abordar. Es nuestro deber como ciudadanos acompañar en ello a la Comisión
A diferencia de otras comisiones de la verdad, creadas en países que vivieron conflictos o dictaduras militares como Sudáfrica y Argentina, la de Colombia deberá realizar su labor en medio de los continuos hechos de violencia sistemática que afectan al país. Un ejemplo reciente fueron los dolorosos sucesos ocurridos en Bogotá hace poco más de una semana que generaron un profundo impacto humano y social y pusieron de manifiesto que en el país tenemos sectores con visiones radicalmente disimiles acerca de lo que es el funcionamiento de la democracia y la legitimidad que deben tener las actuaciones de los agentes del Estado.
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Una perspectiva importante para la Comisión es la del territorio entendido como espacio compartido. Ello implica tener en cuenta la complejidad de los contextos y las dinámicas territoriales en las que estos hechos atroces sucedieron. Curiosamente, debido a razones que ignoro, y en las que pudo intervenir el azar, no hay ningún Comisionado de la Región Caribe una parte del país golpeada por distintas formas de violencia.
Allí se perpetraron numerosas acciones de inhumanidad que dejaron una marca indeleble en la memoria colectiva como la del laborioso maestro de Marokaso en la Sierra Nevada asesinado por el EPL ante sus padres y las gentes de su aldea, las decenas de jóvenes desaparecidos en el mar de San Andrés a causa de ese combustible de la violencia de los grupos armados que es el narcotráfico, las de las mujeres de Mampuján que tejen la memoria punzante de las atrocidades con el hilo de sus sufrimientos. Mas allá de las masacres emblemáticas como las de El Salado y Bahía Portete hay relatos que jamás ocuparon un titular en los grandes medios. Esos hechos sucedidos en las plazas de mercado, en las universidades públicas, en las trochas fronterizas, en los barrios, en aldeas indígenas o en pequeñas veredas campesinas fueron parte de un orden social impuesto desde centros de poder. Esta violencia gota a gota causó miles de víctimas y genero un ámbito social en donde muchos ciudadanos vivan bajo el oprobio y la humillación.
Aún recuerdo el amargo mediodía en que una de mis familiares indígenas llegó hasta mi casa para narrar su devastadora tragedia. Días atrás, había ido desde su pequeña parcela cercana a Maicao a buscar provisiones para su hogar, pero un encuentro causal la hizo retrasar. Su joven hijo, preocupado, se acercó a la vía principal inquietado por su tardanza. Allí fue detenido por paramilitares que lo ejecutaron de inmediato por no portar documentos de identificación. Ni su madre ni la victima comprendieron quienes eran sus verdugos, ni a que guerra pertenecían, ni quienes les confirieron el poder de segar vidas a su antojo. Ella me preguntó con su particular concepción del mundo ¿qué clase de familia cruel, extraña y no honorable era aquella que llamaban “paracos”? Ese interrogante lo remito a la Comisión.