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Por Marga Lucena Palacio Brugés.
¡Diego, trabaja! Le gritaban los sin oficio a su paso.
¿Trabaja? ¿Y es que les parece poco la laboriosidad de Diego?
¡Dios mío¡ Nadie pudo estar más ocupado que él, espantando con su palo – bastón a los perros del barrio, enemigos acérrimos de este huraño personaje.
Creo que los cachorros callejeros eran monstruosos dinosaurios en la imaginación de Diego y por eso los combatía estoicamente, como un quijote contra los molinos de vientos y en más de una ocasión habrá curado con tan solo un poco de saliva, las heridas que cualquier colmillo irrespetuoso le dejara.
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¡Diego, trabaja! Gritábamos a su paso hecho de zancadas impetuosas y su cara se transformaba en una mueca malhumorada mientras gritaba a todo pulmón: “Viva el gran Partido Conservador” y desaparecía entre las calles, perdido en los laberintos de su cordura, con su chaqueta oscura, elegantemente desgastada de sol y de lluvia, de viento y de sal y tal vez de lágrimas invisibles a nuestros ojos, porque a alguien tan fuerte en su mandato y cascarrabias como él, no le era concedido llorar en público, así que sus tristezas producto del abandono y sus miedo a la incerteza de un mañana con la barriga llena y un corazón contento, eran mitigados en soledad, en cualquier rincón oscuro o tal vez sentado en la candelita del parque, mientras dialogaba con la estatua del Almirante Padilla y le contaba sus cuitas.
Le hablaba de su enamoramiento no correspondido con la Palmera jorobada vecina del Muelle, que a ratos y, ayudada por el viento, bajaba a besarlo, pero que luego hacía como La Guajira y engreída y altanera se alejaba de su alcance y se metía en el mar, así.
Se divertía al entretener al militar marino con sus aventuras en el Valle de los Cangrejos, con los cactus que lo odiaban porque tenían celos de una iguaraya enamorada de él.
El Almirante Padilla López fingía escucharlo silencioso y cabizbajo, pero en realidad estaba preocupado tramando una estrategia naval de poner en práctica en el lago de Maracaibo y si le daban papaya, atravesar con su afilada espada al traidor de Urdaneta. Y ahí inmóvil, perdido en los monólogos de Diego, contaba las horas dictadas por el repique de las campanas de la catedral, siempre desobedientes al reloj de la torre que marcaba la llegada de la aurora cuando solo sonaban 3 campanazos.
¡Y después dicen que el loco soy yo!, –decía Diego– se notan que no conocen a este chiflado reloj.
Su corazón nunca amanecía contento, porque siempre tenía hambre.
Su ingesta calórica era inferior a la energía que gastaba deambulando “de aquí pa’ allá y de allá pa’ acá” por el reino en penumbra de su precaria lucidez, entre el barrio Arriba y el barrio Abajo.
Los arriberos lo acogían con amabilidad y de tanto en tanto les recibía un pan o una arepuela. Con los de Abajo les iba mal, porque los del Guapo eran muy guapos y solo ‘Meme’ Jerónimo lo acudía con afecto a espaldas de Teófilo.
Allá abajo debía defenderse de los ataques constante de los liberales en contra de su humanidad y de su ideología inamovible, anclada al partido azul, el de los godos y con la valentía de un prócer de la independencia, apuntando siempre su bastón al infinito, desafiaba a los vagos del barrio y con voz de trueno les cantaba su verdad en la cara: “Que viva el glorioso Partido Conservador” repetía sin parar y ese se constituía en su principal trabajo: defender a los godos.
¡Que tengan ustedes un riohacherísimo día: alegre y cálido!