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Monumentos controversiales

*Las opiniones expresadas en este espacio son responsabilidad de sus creadores y no reflejan la posición editorial de revistaentornos.com

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Por Weildler Guerra Curvelo.

El 9 abril del 2003, durante la batalla por el control de Bagdad, millones de televidentes en todo el planeta vieron con júbilo como un grupo de manifestantes derribaba la estatua de Saddam Hussein. El monumento caído del cruel dictador simbolizaba el humillante fin de un régimen tiránico y la esperanza de una transición hacia una sociedad libre y democrática. 12 años después, en el 2015, grupos armados del islamismo radical destruyeron estatuas de gran valor artístico que estaban expuestas en el Museo de la Civilización de Mosul y se apropiaron de reliquias en la ciudad de Palmira. La pérdida de estos monumentos y el saqueo sistemático de los museos fueron justificados por los extremistas islámicos con la necesidad de borrar de la faz de la tierra la herencia cultural de pueblos que pecaban de idolatría. Instituciones académicas y artísticas de distintos países condenaron estos actos y los consideraron atentados irreparables contra el patrimonio cultural de la humanidad entera.

Una estatua, según la profesora norteamericana Erin L. Thompson, es “una apuesta por la inmortalidad. Una forma de solidificar una idea y hacerla presente a otras personas”. Contra la creencia predominante hoy entre los ciudadanos, la destrucción de monumentos ha sido una práctica común a lo largo de la historia en distintas sociedades, lo raro ha sido su preservación. Los vencedores destruyen las estatuas levantadas por los vencidos y buscan instaurar un nuevo orden social representado en nuevos símbolos, empleando a veces el mismo bronce ganado en batalla para fundir nuevas estatuas. Muchas personas y organizaciones culturales están aterrorizadas por lo que consideran una novelería de carácter epidémico. Sin embargo, la profesora Thompson nos ha recordado que algunas estatuas asirias tenían talladas maldiciones que decían: “El que derribe mi estatua, que tenga dolor por el resto de su vida”. Ese tipo de advertencias ya eran comunes hace varios milenios.

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El derribamiento o la mutilación de una estatua busca atacar a una persona o una idea representada en dicho monumento. De allí que los monumentos erigidos en el pasado a figuras históricas asociadas con el esclavismo y el racismo son los blancos predilectos de algunos activistas. Esto ha obligado a los gobiernos locales en Estados Unidos a tomar decisiones, como relocalizar los monumentos controversiales, poner más placas e información explicativa y erigir nuevos monumentos de figuras afroamericanas o indígenas. Algunas de estas acciones fracasan. Por ello, el alcalde de Lexington, Kentucky, consideró amargamente que quizás el lugar más indicado para dichas estatuas sería el cementerio local, un espacio tolerante y plural al que pueden ir a parar los adversarios más radicales.

La verdad es que muchos países compartimos un pasado problemático con múltiples y contradictorios relatos acerca de ese pasado, y ello se refleja en nuestro conflictivo presente. Tal y como lo afirmó un historiador de la Sociedad de Historia Afroamericana en Estados Unidos, “el monumento en sí no es el problema, ni este radica en su arquitectura o en su opulencia, el problema es el poder estético y el mensaje del monumento”.

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