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Por Abel Medina Sierra – Investigador cultural.
Dos casos que involucran a muy reconocidos y laureados colombianos vuelve a poner sobre la mesa caliente de debate el tema del acoso sexual. Se trata de las acusaciones sobre el más premiado director del cine colombiano Ciro Guerra y del más afamado cronista del país: Alberto Salcedo Ramos.
El mundo avanza hacia un escenario más justo en el que se proscriba el abuso, la injuria de hecho y el acoso sexual, en especial contra las mujeres. La emergencia del movimiento #MeToo desde Hollywood, ha sido ejemplarizante para que aquellos que se aprovechan de su poder y prestigio para obtener favores sexuales, sientan que la sociedad y la justicia hoy es más dura y que las mujeres ya no callan esos indignantes agravios.
Pero, el debate también supone una arista muy espinosa: si bien los límites entre la injuria de hecho y el abuso sexual están bien definidos, no sucede lo mismo con el acoso.
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Al Código Penal se agregó el artículo 210 que define “Acoso sexual” y su consecuente castigo: “El que en beneficio suyo o de un tercero y valiéndose de su superioridad manifiesta o relaciones de autoridad o de poder, edad, sexo, posición laboral, social, familiar o económica, acose, persiga, hostigue o asedie física o verbalmente, con fines sexuales no consentidos, a otra persona, incurrirá en prisión de uno a tres años”. Por su parte, la Corte Suprema de Justicia, ha dispuesto que para que exista un acoso debe ser una conducta repetitiva, insistente, que genere mortificación en la víctima. El alto tribunal también estableció que la diferencia entre el acoso sexual y otros delitos más graves como los actos sexuales abusivos o el acceso carnal violento, es que en el primero hay una insinuación que no va más allá, y en los dos últimos, las pretensiones se consuman.
Por otra parte, se tipifica cuando la esencia de la conducta radica en la asimetría entre la víctima y el agresor, es decir, debe haber una relación de superioridad, sin que esta necesariamente implique que se trate siempre de un jefe y un subordinado. Se puede dar en relaciones de autoridad, poder, edad, sexo; posición laboral, social, familiar o económica que permite a este último, subyugar, atemorizar, subordinar, amedrentar, coaccionar o intimidar a la primera.
Desde la ciencia, según Juan Eduardo Tesone de la Asociación Psicoanalítica de Argentina, el acoso se da cuando el hombre o la mujer no atiende los mensajes claros de que sus comentarios, comportamientos, halagos, coqueteos no son bienvenidos o resultan molestos.
Hasta allí, todo parece claro, pero cuando lo abstracto aterriza en lo concreto, las cosas no siempre coinciden en nitidez. Una interpretación literal de la normatividad podría hacer pensar que, si usted, amigo lector, alguna vez ha sido insistente, indeclinable al tratar de seducir a una mujer, es un acosador; mucho más si esa mujer no le daba muestras de aceptación. Y pensar que eso ha sido tan común porque, en asuntos de mujeres, muchas veces, cuando dicen no, en realidad quieren decir sí. Hay tantas mujeres que cuentan que, al principio, el que es hoy su esposo no le movía la aguja del corazón y solo la persistencia hizo que “le parara bolas”. También conozco casos en los que la mujer confiesa, después de tanto tiempo: “no tuvimos nada porque no me insististe, tiraste la toalla muy rápido”. Se crea así un dilema: si el hombre es muy insistente, es un acosador; si no lo es, se pierde de muchas relaciones. Si la mujer “pela el diente” enseguida, se tilda de fácil; si con decoro, se hace la difícil, el hombre debe retirarse porque corre el riesgo de ser sindicado de acoso.
De igual manera, si usted es docente y ha tenido relación con una estudiante, es un acosador según el Código Penal colombiano. En ese caso, yo lo soy, pues mis hijos los tuve con dos mujeres que fueron mis alumnas. Lo que la ley no tiene en cuenta es que, la gran mayoría de relaciones amorosas se establecen en los ámbitos laborales; por eso, la mayoría de docentes terminan casados con mujeres que fueron sus alumnas, las mujeres policías quedan atadas a compañeros de trabajo, la mayoría de ellos con un rango o antigüedad mayor a ellas.
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Si usted, amigo lector, ha tenido una relación con una mujer que trabaje en la misma empresa y que tenga un rango menor, puede ser acusado por ella de acosador; igual si su posición económica, social o etaria es mayor y no había aceptación manifiesta de ella. La ley y quienes las impulsan, a veces desconocen que la natura y la cultura, hace del macho (no solo el hombre), un ser con tendencia al ir a la ofensiva para el apareamiento. El hombre es depredador sexual por naturaleza, y como dice una vieja canción que le escuché a Carlos Huertas: “Yo tengo una hachita vieja/cortadora ´e guayacán/Si los hombres no lo piden/ Las mujeres no lo dan”. De lo anterior se colige que, el día que los hombres, a fuerza de ley, dejen de insistir, ser a veces molestosos y perniciosos a fin de conseguir a la mujer que le gusta, la humanidad estará en peligro, porque ellas no van a volverse acosadoras y entra en riesgo la función que garantiza la supervivencia: el apareamiento. El hombre que no ha acosado alguna vez a una mujer es porque lo ha hecho con sus pares de sexo.
Un poeta amigo, charlando sobre el tema, me decía en estos días: “las generaciones de hombres que vienen, llegarán al ridículo extremo que, para enamorar a una mujer, deben exigir, preferiblemente con firma ante notario, la expresa aceptación de la mujer para poder seducirla si no quiere correr el riesgo de ir a la cárcel por acosador”.
El acoso requiere unos límites claros, de lo contrario, cualquier mujer resentida a la que una vez le insistimos mucho puede llevarnos a la cárcel como acosadores. Y el tema no solo es con los hombres, porque tengo muchas amigas que han tenido pretendientes lesbianas y confiesan que estas son más acosadoras que los mismos hombres. Lo paradójico es que muchas de estas son las que llevan la bandera para la penalización del acoso sexual. A nombre de proteger, con la mejor intención, la dignidad de la mujer, también hay casos en los que se ha pretendido equiparar el abuso y la violación al mismo nivel de criminalidad que el coqueteo insistente o la galantería recurrente.