TESTIMONIO DE UN FESTIVAL…EN DEUDA

Abel Medina Sierra

Se organizó hace pocos días, una versión más del festival vallenato de la frontera en Maicao. Luego de 8 años en los que, antes por una crisis financiera, organizativa y de credibilidad y, luego por las restricciones propias de la pandemia, se dejó de organizar este evento que, en sus primeras versiones, tuvo mucha convocatoria y se vislumbraba como uno de los festivales más promisorios y exitosos en La Guajira.

Como muchos, y llegué a comentarlo varias veces en el programa “La polémica vallenata”, me embargó la renovada esperanza del resurgimiento de un festival que diluyera algunos fantasmas que empañaron las últimas versiones: incumplimiento en las premiaciones y la programación de intérpretes.  Hay que reconocer la persistencia, entrega y sacrificio de los hermanos Jorge y Edwin Montiel en la titánica tarea de intentar sacar a flote este festival frente a duras contingencias. Pero, no se puede conseguir resultados diferentes si hacemos siempre lo mismo; aunque la apuesta este año era mostrar un festival fortalecido, renovado, sin los errores del pasado, la realidad nos mostró que fue la peor versión en la historia.

Contra la organización conspiraron varios factores adversos: la necesidad de aplazarlo por las fuertes lluvias que volvieron un lago el lote donde se organiza el evento. La falta de una plaza de eventos en la ciudad. Con el aplazamiento, se hizo difícil contar con algunos de los grandes intérpretes que ya estaban contratados, así que como no hubo perro, se tuvo que montear con gato.

El festival, a diferencia de los más grandes, no tiene una oferta diferente a concursos y gala de conciertos. No hay agenda académica, ni foros, ni parrandas de autores, ni desfiles, tampoco ferias, ni otros atractivos que involucre a diferentes tipos de públicos. Tampoco es que jalone otros visitantes diferentes a los concursantes porque, aunque satura la publicidad en la emisora local de los organizadores, por fuera de la ciudad, nadie se da cuenta que en Maicao hay festival. No maneja redes, nadie emite boletines. 

Asistí un día con todo el entusiasmo, hasta llevé a mi hijo desde Riohacha. Al llegar, nada de control al acceso: ni requisas, ni control de edad, ni de entrada de botellas y objetos que pudieran ser usados para agredir. Hasta en bicicletas y motos se entraba a la zona del festival. El espacio: un lote semi enmontado del que podría salir serpientes entre la maleza, mucha arena y piedras, nada propicio para un festival. Unos vetustos quioscos de ventas de bebidas que más parecían improvisados ranchos de tugurios o de invasiones que un lugar que sedujera a sentarse con su familia a disfrutar un festival (solo una excepción). Un festival no solo entra por los oídos, también por los ojos, requiere espectacularidad, simulacro, estética, y de eso, no hay nada en este festival.

Con respecto a la programación, tuvimos que soportar una larga letanía de canciones inéditas del que se rescatan pocas. No hay, como en los festivales serios, una preselección de las canciones que le garantice al público que a tarima solo suben los mejores. Los concursos terminaron aproximadamente a las 10 de la noche, luego, un largo y tedioso bache, pues solo cuando faltaban pocos minutos para las 12 subió el primer grupo de música urbana. Tan “reconocido” que uno de los cantantes confesó que por primera vez se subía a una tarima.

La parrilla no seducía mucho. Tanto así, que algunos amigos de Riohacha cuando vieron la programación se burlaron diciendo que se debía llamar “el festival del telonero”, pues, para ver a algún intérprete de cierto reconocimiento, había que escuchar a 6 grupos locales, o aficionados anónimos.  Está bien que los festivales le cedan espacios al talento local, pero parte del éxito de un festival en la actualidad es convocar público con intérpretes que “muevan el torniquete”. No se puede competir con otros festivales con unos 20 grupos locales y apenas Silvio Brito, Fabián Corrales y Mono Zabaleta en cuatro días de festival. Mejor oferta podemos encontrar en cualquier festival de corregimientos como el de Cuestecitas. Ese día, el atractivo era Farid Leonardo, quien creo que sería el primer festival donde era figura, pues suele ser telonero en los demás.

Como era de esperarse, el palco se vio tan despoblado que, los organizadores tuvieron que permitir que el público entrara gratis. Nadie estaba dispuesto a pagar una entrada VIP para ver tan pobre parilla. Para entonces, la mayoría de quioscos permanecían casi desolados, tampoco va la gente a consumir si no hay un atractivo artístico que los seduzca, así que, como me comentaba una de quienes tenía ventas, no hubo un solo día del festival que no tuvieran pérdidas. A esto se suma que, se tuvo la malograda idea de enfrentar el festival a las más concurridas fiestas patronales de Maicao, las de la virgen del Carmen.

Uno de los aspectos más delicados del festival, que no debe repetirse, es la masiva presencia de niños, algunos de brazos, la mayoría de éstos provenientes del sector de La Pista, multitudinario asentamiento de migrantes localizado a pocos metros de donde se organizaba el festival de la frontera. A falta de oferta cultural, se volcaron con todos sus niños, a ver el festival.  Hasta registré con fotografías después de 12 de la noche, parte de casi un centenar de niños que pude contar, quienes se paseaban al lado de agentes de la policía que se hacían los indiferentes.   

Otro episodio engorroso, ante la falta de control a la entrada, después los organizadores armaron un escuadrón persiguiendo a los vendedores ambulantes a los que dejaron entrar y luego, querían expulsar de la zona interna. En las afueras, el ambiente era caótico, varios picós reñían en estridencia, lo que no permitía escuchar bien la programación de tarima.

Fallas en la logística, escasa presencia de los organismos de seguridad, tampoco vi cuadrillas de Cruz Roja o algo parecido. Caótica organización de los espacios, locación impresentable; sin elementos de espectacularidad en la tarima, vacíos en la programación, falta de información para el público, servicios de baños improvisados y sin la mínima higiene (en baldes); concursantes de bajo nivel en su mayoría, parrilla musical poco atractiva y muy bajo poder de convocatoria, resumen el despelote organizativo que se vivió ese fin de semana en Maicao.   

En conclusión, en esta versión todos perdieron. Los organizadores, pues tuvieron que desarrollar a medias y a las carreras la programación solo porque había que cumplir con los auspiciantes. Los emprendedores que invirtieron esperando miles de asistentes que nunca llegaron. Los de la agremiación de meseros de festivales que, si acaso, recuperaron sus pasajes y el almuerzo. Los grupos locales que mucho ensayaron (la mayoría no tienen grupo permanente) y poco pudieron lucirse por la escasa asistencia. Perdieron los concursantes porque, de entrada, les cambiaron las condiciones de la premiación. Perdió imagen un festival que pretendía un relanzamiento exitoso. Perdió Maicao, pues fueron cuantiosos los recursos de orden municipal, públicos y privados para una fiesta que, como lo calificó mi hijo: “fue una huesera”.

El festival evidenció la falta de apropiación social de los maicaeros con el evento y en eso deben trabajar los organizadores que suelen trabajar muy solos y ensimismados, sin poner las orejas al piso.  Aunque, comulgo con la idea que los amantes y cultores del vallenato sí deben tener un festival que los convoque, Maicao merece un festival a la altura de su potencial como ciudad, no un evento que parece de pueblo pequeño. ¿Ocho años esperando, para ofrecernos esto? O mejoramos, o cerremos el chuzo.

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