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Nuestros apellidos, ¿de dónde vienen?

Se tiene como norma social, civil y cultural que las personas tengan un registro público de identidad con el cual se distingue de otras por tener un nombre de pila (constituido generalmente por dos nombres) y dos apellidos que evidencian su descendencia bilateral (padre y madre). Bien recuerdo las dos veces que el sapientísimo Manuel Zapata Olivella me regañó al presentarme ante él solo mencionando el apellido paterno: “¿Y es que usted no tiene mamá?” me preguntó con algo de sorna.

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Aunque la nueva normatividad en Colombia permite variar el orden de los apellidos (hoy se puede registrar un niño iniciando con el apellido de la madre y luego el del padre), la regla sociocultural privilegia el apellido paterno seguido del materno. Bien sabemos que antes, si la madre no era la esposa oficial, el hijo no era digno de llevar el apellido paterno.

Pero, ¿siempre ha sido así? No siempre esta norma fue así. De la mano de la antroponimia como rama que estudia el origen de los nombres y apellidos, veremos que la práctica de agregar apellidos al nombre de pila surgió en la edad media y como efecto de la expansión de las tribus y gens. Al salir alguien de su comarca, ya no solo había que distinguirlo con un nombre de pila, sino que había que agregar otra palabra relativa a su lugar de origen, etnia, tribu, oficio.

A América la practica vino con los europeos, así que los antepasados indígenas precoloniales solo tenían un nombre: Inga, Guamán para dar dos ejemplos de los incas, o un nombre y un apelativo: Mayta Cápac. Con la llegada de los conquistadores, gran parte de esos nombres de pila o apelativos se convirtieron en apellidos. El investigador argentino de la antroponimia, Prudencio Bustos (2018) nos da una lista de ejemplos tomados de las lenguas quechua y aymará: Choque, Quispe, Vilca, Sungo, Parinacocha, Huanca, Cari, Condori, Apasa, Colque, Ayaviri, Cusicanqui. Entre los wayuu, la denominación del clan pasó a convertirse en apellido: Epinayú, Uriana, Jusayú.

El caso de los africanos esclavizados, también demuestra que en esas culturas tampoco se usaban los apellidos. Muchos de los que hoy se reconocen como apellidos afrodescendientes, provienen de la asignación al nombre de pila de la denominación de su origen étnico o geográfico: Angola, Guinea, Congo, Biafra, Arará, Lucumí, Carabalí.

Remontándonos en el tiempo, veamos cómo surgen los apellidos. Una de las formas más comunes son los patronímicos, práctica que se dio en Europa medieval en la que, para nombrar a los hijos, se usó una variación del nombre de los padres.  Ya antes, los griegos solían agregar al nombre del hijo el vínculo sanguíneo y el nombre de su progenitor (Paris hijo de Príamo, Ulises hijo de Laertes). Entre los españoles, los hijos de un Rodrigo pasaron a ser Rodríguez, los de Martín devinieron en Martínez, los hijos de Ramiro fueron Ramírez, los de Ruy pasaron a ser Ruiz, los de Munio fueron Muñoz, de Bermudo salieron los Bermúdez, de Lope los López, de Gome los Gómez, de Hortún los Ortíz, de Suero los Suárez y de Ordoño los Ordóñez. Como notamos, en algunos de estos casos, el nombre de pila pasó a buen retiro y solo ha quedado el apellido (Gome, Ordoño, Hortún, Munio, Suero o Bermudo). La iglesia católica contribuyó a fijar estos apellidos pues en el Concilio de Trento (1542-1562), se estableció que era obligatorio que los apellidos pasaran invariables de padre a hijo.

Otra fuente aparte de los patronímicos, de la cual surgieron otros apellidos, son los toponímicos. Ya desde los griegos, había la costumbre de asociar al nombre de pila el del lugar de donde se originaba el sujeto. Recordemos a Zenón de Elea, Pitágoras de Samos o Heráclito de Éfeso. De igual modo, dependiendo de la zona geográfica o el entorno del que provenía la persona le fueron naciendo los apellidos:   Manuel del Campo, Pedro del Arroyo, José de la Colina, Miguel del Cerro, Alfonso de la Sierra, Julián Serrano, Rodrigo del Monte, Esteban de la Peña, Fernando de la Piedra, Andrés de la Vega, Juan de las Casas, Carlos de la Torre o Sebastián de los Ríos.

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A estos motivos para crear apellidos se agregan los gentilicios. Recordemos a Aristóteles el Estagirita (proveniente de Estagira). Algunos españoles que provenían de Castilla tomaron esta palabra como apellido, igual los de Toledo o Cáceres. Los siguientes apellidos surgen de gentilicios: Catalán (de Cataluña), Navarro (de Navarra), Moyano (de Moya), Andaluz (de Andalucía), Cordovés (de Córdova), Gallego (de Galicia) o Alemán (de Alemania).

A estos se agregan los apellidos que surgieron a partir de algunos rasgos personales: Delgado, Calvo, Grueso, Cabello, Blanco, Bello, Moreno, Crespo, Pardo, Leal, Bueno, Valiente, Bravo, Cortés, Franco. Bustos nos recuerda que también algunas personas recibieron como apellido su oficio o su status social: Carpintero, Abad, Herrero, Guerrero, Vaquero, Escudero, Caballero, Duque, Conde, Hidalgo.

Menos comunes son aquellos apellidos que se tomaron de nombres de animales, por lo que se consideran zoonímicos: Toro, Vaca, Cordero, Lobo, Gallo, Borrego, Águila, Cuervo, Zorro, Becerra. Incluso, algunos apellidos surgieron de vegetales y se conocen como fitonímicos: Centeno, Sarmiento, Manzano, Granado, Arce, Oliva, Álamo, Pereyra, Piñero.

Un repaso por la historia de nuestros apellidos también es una oportunidad para conocer cómo se fue complejizando la sociedad con la colonización y el surgimiento de los Estados con sus protocolos de identificación.   

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