Por: María Isabel Cabarcas Aguilar*.
Mi abuela materna murió cuando tenía siete años. Aún recuerdo el dolor que reflejaba el rostro de mi madre al verla aquella mañana al regresar del colegio, y percibir desde la inocencia de mis ojos de niña, lo absorto de su comportamiento. Fue mi padre quien me dio la noticia de su fallecimiento y quien me llevaría también a su sepelio, pues ella solo podía ocuparse de su profunda tristeza y desolación.
Llevo guardadas en mi corazón, las constantes visitas a su casa ubicada en el centro histórico de Riohacha. Allí, además de su candor, disfruté sus exquisitas preparaciones de comida típica Riohachera, con su especial toque de inconfundible sazón arribero. Mi llegada a su casa se convertía en la tierna y sana confrontación entre ella y mi mamá, por mi afán en aproximarme a cualquiera de sus dos gatos: uno negro y uno mono. Su voz mansa le decía a mi mamá: “Ay Ena, déjala que ellos no le hacen nada”. Sin embargo crecí manteniendo una distancia prudente de los gatos por el temor infundado hacia los riesgos de tener contacto con su pelaje la cuál se mantiene intacta.
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Yo quería ser mamá, sin embargo, no estaba afanada en serlo y así lo manifesté públicamente en una de mis columnas de opinión hace varios años. Sin embargo, mi madre estaba desesperada por ser abuela; ese era su mayor anhelo desde hace mucho tiempo, y nunca lo ocultó, ni a mi, ni a mis familiares y amigos. Y como siempre, los planes de Dios fueron perfectos pues a sus 79 años, llegó mi hijo a iluminar nuestro cálido hogar, antes silencioso, rutinario y a veces solitario. Todo gira ahora en torno a él, a su alimentación, sus siestas, sus baños, sus juegos, su risa y su llanto, sus necesidades, el sonido de su voz, sus gritos, sus primeras palabras, las constantes visitas de amorosos familiares y amigos paternos y maternos, y de cada pequeño detalle de su majestuosa presencia en nuestras vidas; en la mía como su mamá y en la de ella como su orgullosa y extremadamente “chocha” abuela.
Un amigo muy querido compartió conmigo un dicho de los viejos: “Si yo hubiera sabido que ser abuelo era tan sabroso, no hubiera tenido hijos si no nietos”. Es una jocosa manera de expresar, la dicha que invade el corazón de un padre o una madre, cuando sus hijos le regalan a sus vidas la bendición de un adorado nieto.
Si los hijos son para las madres la mayor bendición, la llegada de un nieto para las abuelas, se constituye entonces en el culmen de esa felicidad que la mayoría de las veces llega con la madurez de los años. Es la forma más maravillosa de repetir a través de la descendencia, la indescriptible dicha de seguir dejando huella en este breve paso por la vida finita, justamente a través de la vida con esos adorables pequeños quienes con su inocencia convierten nuestras vidas en una caóticamente hermosa realidad, transformada para su existencia.
Sin duda, la vitalidad que impregna a la existencia de una adulto mayor el nacimiento de un nieto es innegable. Dios les siga dando licencia a todos los abuelos y abuelas del mundo para que con su complicidad, mientras nosotros los padres nos dediquemos a criarlos, ellos tenga la bella oportunidad de “malcriarlos” en el mejor sentido de la expresión, o mejor aún, de pechicharlos infinitamente con su sabiduría, paciencia, mansedumbre e inagotable amor.
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