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La retórica de un palabrero legendario

Por Weildler Guerra Curvelo.

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Ángel Amaya Uliana fue quizás el palabrero más prestigioso del pueblo wayuu durante el siglo XX. Nació en octubre de 1929 y se inició muy joven en el  ejercicio de la palabra conciliadora.  Sin su intervención como intermediario, y en muchos casos como mediador, numerosas disputas interfamiliares indigenas se habrían convertido en cruentos enfrentamientos armados costosos en vidas humanas y en bienes materiales. El dio solución a tantas disputas que se jactaba de haber descongestionado los despachos judiciales de múltiples casos de homicidios, hurtos de ganado y querellas territoriales. 

En muchas circunstancias pude observarle desplegando su habilidad retórica. Este hombre que tenía por oficio la palabra consideraba que el conflicto está inscrito en la vida misma y alcanza a todos los seres sin importar su apariencia o su actitud. La mansedumbre de la paloma y la ferocidad de la serpiente no les libra de enemigos, Ni el tamaño de la hormiga ni el arrojo del jaguar les protege de ser atacados por otros. Toda guerra constituía, a su juicio, una derrota para las partes enfrentadas. “Nadie es más pobre que un rico muerto”, le escuché decir en alguna ocasión. Para Ángel Amaya el sistema normativo de su pueblo poseía principios, procedimientos y reflejaba valores que lo orientaban. No se trataba de simples “usos y costumbres”, entendidos como actos caprichosos y banales basados en la repetición mecánica de la tradición, sino de auténticos protocolos que regulan las relaciones entre los humanos y entre estos y los no humanos

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El ámbito de sus actuaciones no se limitaba al universo social indígena. Su rol como palabrero le llevó a intervenir con éxito en desavenencias interétnicas. Debido a ello su nombre se escuchaba en toda la península de La Guajira y se extendía más allá de Barranquilla y Maracaibo.

En 1999 el EPL había secuestrado a una profesional indígena y a su pequeño hijo con el fin de pedir una elevada suma por su liberación. Dada su experiencia de décadas y su habilidad retórica Ángel Amaya fue el encargado de llevar la palabra por parte de los wayuu a este grupo guerrillero. Su máximo comandante estaba recluido en Itagüí. Una pequeña delegación, de la que hice parte, se presentó ante aquel jefe encarcelado.  Amaya tomó la palabra.  Estamos aquí, dijo de manera suave y serena, porque sus hombres se han llevado a una mujer de nuestro pueblo. Ustedes no son dementes ni insensatos, de manera que debe haber una razón   para este proceder. Estamos acostumbrados a pagar las faltas de nuestros jóvenes así que díganos: ¿cuántas cabras les fueron hurtadas o que lesiones físicas o afrentas morales les causó ella a algunos de sus familiares para que ustedes procedieran a llevársela contra su voluntad?  No es un acto heroico el retener a una joven madre y a su pequeño hijo. ¿Qué gloría derivaran hombres armados de ese acto vergonzoso? Su interlocutor se desconcertó porque quizás pensaba que todo se limitaría un simple regateo económico. Ángel señaló que el secuestro no podía justificarse en la riqueza material de una familia pues la riqueza es solo una pesada carga que limita la libertad de los humanos y les impone unas formas de expresarse, vestir y actuar. Meses después, en medio de complejas circunstancias, la madre y su hijo fueron liberados y ese fue el nacimiento de una gran admiración del jefe por la figura de este gran palabrero.

Ángel Amaya falleció el 14 de diciembre del año 2015. Los días 28 y 29 de junio su familia realizó su segundo velorio. Sus restos fueron trasladados al territorio de sus parientes maternos y habrá un conversatorio sobre su trayectoria vital y su legado. Siempre recordaré la tarde en que le pregunté ¿qué es la paz?  y él, que tanto la había perseguido y alcanzado para otros, me respondió “¿la paz? La paz es una invitación”.

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