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Por Marga Lucena Palacio Brugés.
Aurora fue nuestra cómplice perfecta para darnos el valor de hacer todo aquello que bajo la penumbra del séptimo arte, quisiéramos hacer.
El enamorado se atrevía a echar el cuento en la oscuridad, sin necesidad de mirar a los ojos la pretendida y ella podía decirle que sí, sin contrariar su timidez y tal vez acceder a los primeros besos, pues en lo oscurito nadie es cobarde y el atrevimiento y la complacencia se vuelven aliados, amparados por la proyección de cualquier película y si es romántica, mejor aún, la cosa se torna aún más fácil.
Bajo la sonrisa amable de Rufino, (q.e.p.d), entramos a ver inclusive aquellas historias de terror, no aptas para menores de 18 años, como ‘El exorcista’ y en más de una ocasión, ni pagábamos la boleta, por aquello de que el portero era nuestro pariente lejano.
Cosa demasiado fácil en una tierra donde el árbol genealógico de cada familia, entrelaza sus ramas con el pueblo entero, pues en esta mágica península, todos los coetáneos son nuestros primos y los mayores, tíos.
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Pobre Ortega con tanta coladera de espectadores; pero realmente creo que lo sabía y no le importaba; para él, lo principal era que la función llegara a su final y esa era su más grande satisfacción.
Cuando aquel empresario palestino construyó Aurora, regaló un manantial de cultura a mis paisanos y no solo nutriéndolos de cine, pues ahí también se presentaron algunas veces artistas, cantantes, títeres y mimos y hasta cualquier político presidenciable, en el intento de convencer con su parlantina a los riohacheros, desde el balcón del legendario teatro, nos echó su discurso.
Cuando la función era taquillera, veíamos la cola de gente extenderse por la calle quinta y cruzar la carrera novena y el coge coge que se armaba, protagonizado muchas veces por el bandalaje del Guapo, era de temer; así que las señoritas decentes renunciábamos a la función por temor a una caricia no autorizada o si teníamos suerte, nos hacíamos comprar la boleta de algún amigo caritativo.
El espectáculo no era solo lo que se proyectaba en la pared/pantalla, la diversión también corría por cuenta de las ocurrentes respuestas que el público lanzaba a grito herido cada vez que algo interrumpía la función: por ejemplo el llanto de un inocente bebé.
No faltaba el vago que a todo pulmón ordenara a la madre del llorón a amamantarlo, para que cesara su inoportuno lamento.
Y ni que decir de las grotescas respuestas que surgían cuando por el parlante se escuchaba la voz del mismísimo Ortega, citando en portería y con carácter urgente, a algún espectador.
Podría tratarse de algún jovencito que venía al cine sin permiso y que afuera lo esperaba su furioso padre para que, con un jalón de oreja exhibirlo ante todos y llevarlo de vuelta a casa.
Aurora ya no luce sus mejores galas, se envejeció en la soledad del olvido y el abandono y su corazón roto de sillas de latas oxidadas y vacías, dejó de latir cuando cesaron los aplausos.
Por ahí cuentan de amagos nostálgicos de reparación y que con papeles le dieron un poco de dignidad al declararla Patrimonio Cultural Departamental: puro papelito.
Ese gesto se parece más a la boda obligada de un novio que se casa sin amor, para reparar la falta y nunca vivir con la esposa; dejándola con el estatus de señora por reparación pero sin prestarle la más mínima atención y en completo desamor.
Y somos nosotros los que aún no logramos convencer a un dirigente para que desempolve el abandono y erija sobre las ruinas lo que en antaño resplandeció: ¿Será que está muy difícil esa vuelta?
Lo mejor del cuento es que la sacará del estadio el que se empecine en hacerlo y efectivamente lo haga.
Seré yo la primera en hacer la fila y regalaré boletas en ‘El Guapo’ para regresar a una función y hasta capaz y me hago llamar en portería de pura mentira, solo para soltar la carcajada y deleitarme con las ocurrencias de mis paisanos.
¡Que tengan ustedes un riohacherísimo día: alegre y cálido!