Por Jaime de la Hoz Simanca *
A la memoria de Ruth Berardinelli
Hace 15 años nació, en La Guajira, la revista Arte & Parte, iniciativa liderada por el gestor cultural Orlando Mejía, quien ya había incursionado en otros proyectos que animaban el arte, la literatura, la música, la poesía, el canto y otras actividades del mundo espiritual que hoy son rara avis en el concierto nacional y regional. Se trataba de una apuesta suicida que muchos calificaron como intento fallido, sin excluir a los que hablaron, desde las esquinas de Riohacha, de naufragio en mitad del océano.
Mejía es un hombre dotado de muchas cualidades, pero sobresale su tesón, un ímpetu inquebrantable que se constituye, en su caso, en escudo contra la derrota, y en cura de burro contra el pesimismo. Así asoma la explicación de por qué, en un momento dado del año 2006, Arte & Parte irrumpió en el escenario cultural de la hermosa península y comenzó a transitar los largos caminos del Caribe colombiano en busca de aires nacionales. “Una proeza”, dijeron los amigos cultos, mientras apuraban una cerveza fría en el Callejón de las Brisas, aquel extraño corredor de la Avenida Primera de Riohacha que parece más una herida de cemento que se abre sin misterio hacia el Parque Padilla; “es un parto de los montes”, gritaron los malquerientes, recordando el famoso verso del poeta Horacio, en tanto acariciaban el lomo del monumental libro que siempre cargaban bajo el brazo. En fin, dimes y diretes.
La expectativa fue cada vez más creciente, una ola marina que se agigantaba con el paso de los días y en la que las apuestas estaban, con gran diferencia, a favor del fracaso estruendoso, de la derrota infame. Al fin y al cabo, la única experiencia de revista cultural en aquella ciudad ensoñadora había sido Jepiriana, publicación orientada por el mismo Mejía, pero cruzada por el sanbenito de institucional; es decir, oficial hasta los tuétanos, lo cual despierta sospechas en el mundo intelectual.
Aun así, tal como lo hemos dicho, el atrevido autor, y un puñado ínfimo de acompañantes, lio sus bártulos y salió a las calles a enamorar con su proyecto. Y, sin que nadie lo esperara, en un mes perdido del 2006, apareció Arte & Parte con un singular eslogan: Periódico cultural de La Guajira. En realidad, era un tabloide de fondo blanco, adornado con letras rojas y el símbolo & en amarillo y en medio del nombre de la publicación, cuya letra final, Ǝ, fue diseñada al revés, lo cual hacía recordar la famosa portada de Cien años de soledad, de la editorial Sudamericana, creada por el artista mexicano Vicente Rojo. Éxito total. La revista se agotó a las pocas semanas y su contenido fue tema diario en múltiples corrillos en los que intelectuales, profesores, artistas, estudiantes, turistas, cachacos y costeños se daban gusto al recordar el mundo del juglar vallenato, Emiliano Zuleta, perfilado por la pluma del escritor Abel Medina Sierra.
Sin embargo, fíjense, la incredulidad se mantenía en algunos opinadores que vaticinaban la muerte instantánea de la revista, pues, según ellos, era imposible sostener el carácter de publicación independiente de la que hacía gala el triunfante gestor, quien era detenido en cada esquina de La Primera para indagarle sobre el segundo número de Arte & Parte. “Ajá, Orlando, ¿cuándo sale la otra?”, fue el interrogante de moda en ese entonces y el que no tenía respuesta, pues Mejía quiso elevar el nivel del suspenso.
Pero, la sorpresa fue mayor cuando, meses después, comenzó a circular el número dos, cuyo atractivo principal era Andrea Echeverri, la cantante de rock, guitarrista y vocalista bogotana que para ese entonces había sido nominada múltiples veces en los Premios Grammy, Lo Nuestro y MTV Latinoamérica. Así, la incredulidad cedió un poco y en algunos rostros se transformó en asombro. Ya no hubo vaticinios de muerte súbita sino palmaditas en el hombro, esbozos de sonrisas sinceras y ofrecimientos de colaboración para los números siguientes que, carajo, Orlando, tendrán más éxitos, mi hermano y, con seguridad, pondrán a la revista a la vanguardia de las publicaciones colombianas. El elogiado no se inmutó; eso sí, continuó con su empecinamiento, sin tregua ni descanso, acompañado apenas por un aguijón que lo ha conducido siempre hacia el emprendimiento de las aventuras intelectuales más locas de este mundo.
A las pocas semanas apareció el número tres, cuya portada era Arnoldo Iguarán, el insigne goleador guajiro que había dejado un reguero de goles en las canchas colombianas, convertido todavía en ídolo del fútbol. Ahí estaba: vestido con una camisa azul de mangas cortas y un pantalón blanco que hacía contraste con su piel de ébano; además, simulando una mirada lejana que parecía evocar el diluvio universal. En ese mismo número se publicó una entrevista exclusiva con Cheo Feliciano, el cantor puertorriqueño hospedado en un hotel de La Primera, ad portas a su presentación en el Festival Internacional del Bolero. Lo de Iguarán y Cheo constituyeron mi debut en Arte & Parte, gracias a la generosidad de Mejía que, en esa misma edición, me dio la bienvenida, al igual que a Carlos Capella, el gran fotógrafo que desempeñaría un papel importante en las siguientes ediciones de la revista y, también, en el libro Son Guajiros.
En la segunda página, Mejía escribió la siguiente nota: “Jaime de la Hoz Simanca y Carlos Capella adelantan en La Guajira un trabajo editorial titulado ‘Personajes de La Guajira’, un libro de crónicas y reportajes sobre la vida y obra de los más representativos personajes del arte, la cultura, el deporte y la historia del departamento de La Guajira. Este proyecto es coordinado por la Fundación Liderazgo Ciudadano”.
II
Mejía no quiso decir que él era el autor del proyecto del libro ni que lideraba la Fundación. Casi en secreto hizo contacto con Capella y conmigo, contratados ambos con generosos honorarios y hospedados en dignos hoteles que servían de descanso durante las noches, después de realizar extenuantes recorridos en busca de los personajes que formarían parte de la obra. Poco a poco, las entrevistas a los representantes guajiros fueron fluyendo mediante la orientación de Mejía, quien había elaborado una lista en la que figuraban los nombres de quienes, a su juicio, debían integrar la obra antológica. Él nos recogía en el hotel y nos llevaba hasta las casas de los personajes, independientemente del lugar en que vivieran. De tal manera que, además de Riohacha, viajamos a Valledupar y Maicao, entre otros lugares, tras los rastros de aquellos ilustres hijos de La Guajira que enaltecerían el libro con sus historias, algunas inverosímiles, y otras cargadas de un encanto singular.
Hay que decirlo: fue un trabajo de campo intenso que significó varias horas de conversación con cada uno de los personajes, y tiempo agregado para la sesión de fotos. Mejía se encargaba luego -y antes de las entrevistas- de hablar de la vida de cada uno de ellos y de sus logros más destacados. Lo hacía, gracias a los recuerdos de su memoria elefantiásica a la que no agregaba ni un ápice de ficción. Adicionalmente, hubo conversaciones con amigos y familiares de los personajes, lo cual permitió armar aquel rompecabezas de doce piezas que conforma Son Guajiros.
Cuatro de los personajes están ligados con la música a través de un cordón umbilical: Leandro Díaz, Silvio Brito, Roberto Solano y Juancho Rois. Un pintor excelso: Guillermo Ojeda Jayariyú; un antropólogo e intelectual de kilates: Weildler Guerra Curvelo; un historiador histórico: Benjamín Ezpeleta; un poeta grande: Miguel Ángel López; un futbolista con alas: Arnoldo Iguarán; dos escritores consagrados: Vicenta Siosi y Víctor Bravo; y la matrona insigne, la dueña de Macondo: Luisa Santiaga Márquez, la mamá del mago de Aracataca, Gabriel García Márquez.
Leandro Díaz es uno de los más gratos recuerdos. Sentado en una silla de mimbre y escoltado por su hijo Ivo, el inolvidable juglar fue desatando su intimidad en medio de la oscuridad de su visión. Sus pupilas muertas no fueron obstáculo para que dibujara sus recuerdos más recónditos a la luz del canto inaudible de Matilde Lina. Evocó a Gabo y afirmó que éste le había confesado que El amor en los tiempos del cólera se iba a llamar La diosa coronada, tal como una de sus canciones. En lo personal, el perfil de Leandro Díaz representa uno de mis logros más significativos desde el punto de vista periodístico.
Silvio Brito también nos recibió en su casa. La voz más clara del vallenato, como le dicen, estaba impecablemente vestido, listo con mayor entusiasmo para las fotos que para la entrevista. Respira vanidad por sus poros este negro grande que, como lo dije en el reportaje, “es posible pensar que se trata de un cazador profesional que aprendió los secretos del arte de la captura en los tiempos en que, adolescente, crecía con el recuerdo de su padre, Silvio como él, y Brito, como sus antepasados extraviados en la jungla de un árbol genealógico que pudo tener sus raíces en Portugal, allá en el borde de Europa, o en Brasil, tierra de otros Brito, cazadores, tal vez, o percusionistas negros de tambores de guerra”.
Fuimos a Maicao en busca de Roberto Solano, el compositor de Los charcos y El patillero, canciones que interpreta Fruko y sus Tesos que aún hoy, principios de la segunda década del siglo XXI, resuenan con estruendo en las emisoras, en los estaderos de Colombia, en casetas de baile y en las esquinas salseras de mi Caribe del alma. Allí estaba Solano en un patio cuidado con esmero y lleno de plantas y árboles gigantes que daban la sensación de minúscula selva de donde podrían saltar animales salvajes. Habló siempre con su cara de niño bueno, gafitas de intelectual nerd, bigotitos como sendero de hormigas y una gorra achatada que parecía rendir culto a Rolando Laserie, su ídolo.
Juancho Rois estaba muerto. Había caído trágicamente en una avioneta que se dirigía a la localidad de El Tigre, en el estado Anzoátegui, Venezuela. Iba a cumplir un compromiso musical. Pero, su fama y la idolatría que despertaba, rondaban en los pueblos del Caribe colombiano. Entonces, fuimos al municipio de San Juan del Cesar, en La Guajira, para entrevistar a Dalia Zúñiga, la mamá biológica que aún conservaba en la sala de su casa una estatua de tamaño natural del inmortal acordeonero. A partir de allí, y con el complemento de otras entrevistas, construimos el destino aciago del ídolo, cuya progenitora sigue derramando un llanto inconsolable que no cesa.
En Maicao también encontramos a Guillermo Ojeda Jayariyú, artista de la etnia wayuu que pinta con rojo encendido, y otros colores luminosos, el universo mágico y surrealista de abismos insondables, plantas de otros mundos, huecos lejanos y cardenales, esos pájaros míticos que engrandecen la leyenda, más allá del Cabo de la Vela. Nos recibió en su casa y nos invitó a su estudio de pintura, una especie de refugio antiaéreo de cuatro por cuatro donde solo es visible una pequeña ventana que se abre para recibir los alimentos. Es una celda ambientada por el olor aceitoso del óleo y la fragancia de los barnices.
Weildler Guerra nos esperaba en su apartamento elevado de La Primera de Riohacha, cuya vista principal apuntaba, abajo, directo a las ventas de mochilas y artesanías de la etnia wayuu a la que pertenece el consagrado historiador. Allí, en aquel balcón de sueños, Guerra disparó parte de su arsenal de vida y nos llevó de la mano por sus rincones más secretos. Fue un paseo inolvidable a través de la palabra y con el final feliz de una evocación a Jorge Luis Borges, el escritor argentino que lo marcó para siempre con sus piezas de ajedrez.
Benjamín Ezpeleta también está muerto. Pero en aquel entonces era un hombre recio, de voz estentórea y amabilidad extrema. Conservaba la aureola de historiador insigne, pues había probado que la ciudad de Riohacha fue poblada en 1538 por los pescadores de perlas del Cabo de la Vela, y como resultado de los trasplantes migratorios desde la Isla de Cubagua, y no por Nicolás de Federmann en 1545, tal como se afirmaba en los textos oficiales de historia. Ese fue el más grande logro de una vida consagrada a la investigación y a las carcajadas sin final.
El poeta Miguel Ángel López me habló en una ranchería, bajo el frescor de una tarde inolvidable de versos y de friche joven. En él, la aureola que rodeaba su cabeza era el Premio Casa de las Américas que había ganado en el 2.000 con la obra Encuentro en los senderos de Abya Yala, un poemario que contenían las antigüedades y las remembranzas de sus antepasados indígenas. En medio de sus relatos, rítmicos y poéticos, López se sumergió en el mar de su vida que durante varias décadas mantuvo oculta bajo el pseudónimo de Vito Apüshana.
De Arnoldo Iguarán, ya saben. Un atacante con una velocidad de vértigo que parecía correr en las canchas después de haber arrebatado en las calles una cadena de oro; además, la habilidad en los pies de artista que driblaban sin cesar o pateaban el esférico desde la larga distancia. Dejó una huella que ahora sigue Luis Díaz, el otro guajiro que convierte los goles más inverosímiles del balompié.
Vicenta Siosi, la escritora wayuu, nos recibió en la sala de su casa, cruzada por una hamaca gigante de colores resplandecientes. Parecía levitar entre sus delicados pasos, acompañados por una voz bajada del cielo o, tal vez, venida de lo más hondo de sus rancherías perdidas. La visitaba en ese momento una matrona de su etnia, silenciosa, ataviada con un luto antiguo y aún con la mochila llena de ciguarayas que minutos después le regalaría a Vicenta.
El otro escritor, Víctor Bravo, también habló desde la sala de su casa, en Riohacha, aunque luego nos llevó de la mano hasta el cuarto lleno de libros, envueltos en cortinas de plásticos para la conservación eterna. Ya lo conocía, pues lo veía con frecuencia caminar por el Parque Padilla aspirando el olor a lluvia y meditando sobre la nueva poesía de este mundo cruel. Me regaló historias y recuerdos ignorados de García Márquez.
Y Luisa Santiaga Márquez, cuya crónica en Son Guajiros surgió a partir del homenaje por el primer centenario de su nacimiento que la familia le brindó en Barrancas el 25 de julio del 2006. Allí se reunieron gran parte de los gabo, gabitos, gabólogos y gabólatras, disfrutando una misa espléndida y, luego, junto a varios hijos de la matrona, y otros familiares, en un patio inmenso de una casona cercana, donde conversamos durante horas sobre el Nobel de literatura. En esa charla recopilé un importante material que aparece incorporado en mi reciente libro, García Márquez y Vargas Vila: la gloria llama dos veces.
El lanzamiento de Son guajiros fue un gran acontecimiento cultural que se llevó a cabo en el salón principal del Centro Cultural de Riohacha, gracias al apoyo de mi inolvidable amigo, Álvaro Cuello Blanchar, creador e impulsor del Festival Francisco el Hombre, donde yo trabajaba, y del empuje arrollador de Ruth Berardinelli, presidente de dicho Festival y quien hizo venir a los personajes del libro para un homenaje sencillo que tengo clavado en el alma.
Así, pues, es la historia de Son guajiros, desmenuzada aquí porque se cumplen diez años de su publicación, la cual apareció bajo el sello de la editorial Tonos del Caribe, de Alejandro Cueto, con el auspicio del Fondo Mixto para la Cultura y las Artes de La Guajira, dirigido entonces por Álvaro Escorcia Arrieta, fundador del Festival Internacional del Bolero; y con prólogos de Ariel Castillo y Orlando Mejía; además, respondo así a la solicitud de Orlando, quien me recordó fechas y me realizó este encargo que cumplo con emoción, pues allí están recuerdos entrañables que, al evocarlos, alborozan mis latidos y me invitan a volver al Callejón de las Brisas para degustar aquellas cervezas que con tanto énfasis tomaban los intelectuales incrédulos de Arte & Parte.
Caramba, Mejía, ¡cómo pasa el tiempo!
*Jaime de la Hoz Simanca es periodista barranquillero, Economista, Especialista en Comunicación para el Desarrollo Regional y Magíster en Educación de la Universidad Autónoma del Caribe. Finalista del Primer Concurso Nacional de Cuento Corto Juan Rodríguez Freyle, promovido por Intermedio Editores y el diario El Tiempo (2002). Trabajó en el diario El Heraldo, de Barranquilla, entre 1988 y 1995. En ese mismo periódico dirigió, durante dos años, la revista Récord, y entre mayo de 2007 y febrero de 2008 ocupó el cargo de Jefe de Redacción. Por cuatro años consecutivos fue nominado al Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar y lo ganó en 2004, 2005 y 2007.
Con la serie colectiva de crónicas, Contra el olvido, publicadas en El Heraldo, obtuvo los premios “Mario Ceballos Araújo”, de la Universidad Autónoma del Caribe y el Premio Semana-Petrobrás en 2008. Fue director periodístico del programa de televisión Encuentros, de Telecaribe. Co-autor del libro de crónicas y reportajes Trece claves para soñar y del libro Riohacha es un bolero. Actualmente se desempeña como Profesor de tiempo completo de la Universidad Autónoma del Caribe. Autor del libro de reportajes y crónicas, Son Guajiros.