Por Angel Roys Mejía
Un fragmento de la versión musical que hizo el recordado bohemio William Pontón del inventario de apodos, sobrenombres, motes e hipocorísticos escritos por el maestro Luis Alejandro López Ávila “Papayí” como postfacio de su poemario Pétalos, besos y lágrimas a principios de los 90 recrea con una mirada folclórica la mamadera de gallo, al tiempo que entrecruza las intertextualidades entre música, literatura y bohemia. Solo a “Papayí” le era permitido describir con resonancia literaria esta revisión minuciosa de la onomástica y la antroponimia fijada en los renombrados y solo a William Pontón y al Pali Gámez en su versión más contemporánea y tropical, interpretarlo, además, les luce.
Dicen los cantantes con su musa que, “En el barrio Arriba los hijos de Fefa la de la tortuga: Pelencho, Chon y Chepo, fueron a la luna y no trajeron na”. Interpretar toda la narrativa que hay debajo de este mensaje cifrado de nuestros alunizados personajes refiere un código escrito y cantado que solo puede ser develado por un arribero.
Todo lector desarrolla una fagia por las palabras, por digerirlas y descifrarlas. La primera vez que escuché la canción de los apodos, me quedó sonando lo del estudio “apodistico”, esta última expresión jamás la había escuchado. Empecé a bucearla, cayendo en cuenta de que había sido una invención de William, otra mamadera de gallo de su bohemia, hallando en ella por accidente la glosa precisa para armar sus versos. Y en eso de la precisión, caía la voz parónima apodíctica, que para la dialéctica aristotélica significa un juicio irrefutable, una premisa verdadera.
Para encontrar el tono y el ritmo narrativo al momento de escribir el perfil ético de Papayí que aparece en Olor de aceituna, obra de mi autoría ganadora de la reciente versión de la convocatoria Sol de letras impulsada por el Fondo Mixto de Cultura, repetí muchas veces la canción de los apodos. Lo hacia sin dejar de pensar, como el mismo autor de los versos y sonetos, cuidadoso de la métrica, creador de los solemnes himnos al departamento y el municipio, se despedía con unos versos populares tan distantes de su estilo, aunque lo cierto es que William se permitió licencias que no aparecen en los versos humorísticos del maestro.
“Rechazo algunos apodos inmorales o vulgares por ser poco reverentes y también poco ejemplares” decía Luis Alejandro López con categórico manifiesto en un fragmento de Vieja costumbre, en cambio William se solazó y desvirgó con su picaresca la exclusión purista que quiso hacer Papayí. Quiero suponer que cada 22 de noviembre en el onomástico de Santa Cecilia, Papayí y William se tropiezan en un callejón celestial y el segundo sin permiso le sube el rubor al maestro agregando la culo e mapa, la caga patio y a pepita peá de su irreverente y grotesca cosecha.
Entre tanto Pelencho, Chon y Chepo seguirán figurando en el pentagrama local como los frustrados astronautas que sin fatiga alguna seguirán yendo y viniendo de la luna sin traer nada o tal vez topándose a William y Luis Alejandro en algún callejón celestial, sin perder la compostura.