Por Weildler Guerra Curvelo*.
A mi mesa de noche ha llegado el libro Leandro, del escritor Alonso Sánchez Baute, acerca de la vida del insigne compositor guajiro Leandro Díaz, nacido en Altopino, Barrancas, un día de carnaval de 1928. Una vida fecunda en lo creativo y dolorosa en su trayectoria como ser humano, pero quizá no más de lo que puede serlo para cualquier otro individuo. El niño, cuya ceguera fue considerada por su padre como una especie de castigo divino, es un inmenso creador cuya obra se constituye hoy en un referente insoslayable de nuestra música popular de acordeón a través de canciones como Matilde Lina, La diosa coronada, Dios no me deja, entre otras.
He leído con deleite la obra de Sánchez Baute, quien resalta lo sensorial en la formación del autor, cuya infancia es un aprendizaje a partir de silencios, sabores, sonidos y olores. Un mundo en el que lo natural y lo social no están separados y que Leandro explora también a través de sensaciones táctiles, pues los colores, que no ha visto ni verá, deberá asociarlos conceptualmente: “Café es el suelo que piso y las ramas secas también. Gris es el color de la ceniza, a gris sabe el sancocho y a amarillo la gallina. Naranja es el color del fuego, de la amistad, de la calidez, de la gratitud”.
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El joven Leandro es guiado por su amorosa tía Erótida en la escucha y el conocimiento del mundo. Él ordena los caminos del bosque guajiro a través de una topografía sonora, pues se ha habituado a conocer los sitios en donde cantan la oropéndola, el turpial y el cristofué. Él atraviesa los montes plenos de una densidad semiótica en la cual confluyen las expresiones de distintos seres vivientes como los árboles, el viento y las aves. Las diversas músicas de los pájaros le servirán para armar el abecedario de su futura obra. Las palabras humanas actuarán como brazos y dedos sensibles para tocar a los otros, lo que le permitirá eludir la soledad. El silencio es su gran maestro y potencia su carácter creador.
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En ocasiones nos despertamos con una música de fondo que nos acompaña durante uno o varios días y que se resiste a desaparecer hasta que tiempo después descubrimos su sentido como si se tratare de una especie de mensaje encriptado que parece tener un emisario desconocido o disperso. Eso me ocurrió después de leer la biografía del gran Leandro. Cuando me detengo en los versos que me persiguen aun dormido identifico aquellos que son parte de una canción llamada Soy. Esta composición nos revela la incidencia de la ceguera y su origen social en su percepción e interacción con el mundo: “Yo soy el hombre que vive en tinieblas / porque negro es el color de mi destino. / Yo soy el hombre que emprendió un camino / por donde pasa se encuentra con la miseria. / Yo soy un grito, yo soy la pena / soy una queja, soy un suspiro. / Para la gente soy un problema / ni las tinieblas pueden conmigo”.
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